Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jorge Martínez Lucena | 18 de agosto de 2017
EE.UU. tiene el 5% de la población mundial, mientras que su consumo de opiáceos se sitúa en el 80% del mercado farmacológico global. Todo empezó en los años 90, cuando la sanidad americana empezó a recetar opiáceos a diestro y siniestro a los enfermos con dolores crónicos. La oxicodona y la hidrocodona se convirtieron en dos de los nuevos pilares del sueño americano. Entre 1991 y 2011, se multiplicaron por tres las recetas de opiáceos en las farmacias norteamericanas: se pasó de una cifra ya considerable de 76 millones a 219 millones de recetas de OxyContin, Percodan, Percocet, Vicodin —que popularizó el Dr. House—, Fentora, Zohydro, Lorcet, Lortab o Duragesic, por solo citar algunas de las marcas disponibles.
La reacción del gobierno Obama, viendo la creciente adicción de la población a estos productos, fue la de restringir el acceso de los pacientes a dichos medicamentos. La consecuencia de esa política pública fue que se disparó el precio de estos en el mercado negro, apareciendo ipso facto infinidad de alternativas más baratas y potentes. La farmacia más o menos clandestina surtió de productos tan sofisticados como el analgésico que mató a Prince, el fentanilo, que ha crecido increíblemente en popularidad en los últimos 5 años, llegando a hacerle sombra a la mismísima heroína, y que resulta peligrosísimo, pues es 50 veces más fuerte que esta; o como el cartenfanilo, menos común, 100 veces más poderoso que el fentanilo, que es usado en pequeñas cantidades para sedar elefantes de seis toneladas. Además, están, como siempre, los traficantes de heroína, en este caso del cártel de Sinaloa, que surten las calles con un producto mexicano cada vez más abundante y mucho más barato que sus hermanos sintéticos.
Entre 2002 y 2013, el número de defunciones por sobredosis de heroína se cuadriplicó en el país de las libertades. En 2015, fueron más de 40.000 las muertes provocadas por esa epidemia. En 2016, se incrementaron notablemente, llegando a 60.000. Solo por entender las dimensiones de la tragedia, recordemos que en la Guerra de Vietnam (1964-1973) los americanos tuvieron 58.220 bajas en sus filas. De este modo, los opiáceos se han convertido en la mayor causa de muerte de personas de menos de 50 años en EE.UU. Lo cual es un problema sanitario y social de primera magnitud, con un coste social de 51.000 millones de dólares, que es aproximadamente el incremento del gasto militar hecho últimamente por la administración Trump, que tanto ha escandalizado a la opinión pública mundial.
Entre 2002 y 2013, el número de defunciones por sobredosis de heroína se cuadriplicó. En 2015, fueron más de 40.000 las muertes provocadas por esa epidemia. En 2016, se incrementaron notablemente, llegando a 60.000.
Uno de los rasgos más curiosos de esta nueva epidemia de drogadicción es el perfil del consumidor. En el pasado, como se ve en The Wire, el yonqui solía ser afroamericano y habitante de zonas suburbanas más bien marginales. Actualmente, sin embargo, el blanco de clase media-baja ha entrado masivamente en el juego. Las razones de esto se parecen a los motivos por los que Trump, un multimillonario fuera del circuito de lo políticamente correcto, ganó las últimas elecciones a la Casa Blanca: el descontento social provocado por el progresivo cierre y deslocalización de la industria americana, que ha dejado abandonada y sin sustento a gran cantidad de familias.
El cambio introducido por la globalización y las nuevas tecnologías, así como la resaca de la profunda crisis financiera, han hecho emerger en los Estados Unidos una nueva clase, cuya identidad tiene mucho que ver con el hecho de percibirse a sí misma como la gran olvidada del sistema. Así, el “America First” de Donald Trump venció en las urnas porque se convirtió en el grito de guerra de esta enorme cantidad de ciudadanos que el sistema había ido arrumbando y excluyendo y que se encontraban en situaciones de gran precariedad en todos los niveles (familiar, económico, social, cultural, sanitario, etc.). Votar a Trump fue el modo de combatir ese malestar. Los opiáceos son otro de los caminos posibles en ese sentido.
El yonqui solía ser afroamericano y habitante de zonas suburbanas más bien marginales. Actualmente, sin embargo, el blanco de clase media-baja ha entrado masivamente en el juego.
Viendo esto, parece que nuestra sociedad utilice a los individuos excluidos como mero combustible para perpetuar su propia continuidad y viabilidad. Es como si existiese una ley social no escrita que rezase: para que el show continúe, algunos deben ser sacrificados. Esta es precisamente “la cultura del descarte” que el papa Francisco no se cansa de denunciar. Un modo de reducir a la gente a sus capacidades, a su función, a aquello que son capaces de hacer, sin llegar a conmoverse en ningún momento por su mera existencia. Lo cual es algo que se puede apreciar incluso en algunos de los intentos de combatir esta plaga de los opiáceos en Estados Unidos.
Un buen ejemplo de esto es la que se ha dado en llamar la solución Middletown, un pueblo de menos de 400.000 habitantes, situado en el Medio Oeste, que el año pasado tuvo la mitad de muertes por sobredosis que toda España en el mismo periodo. El método propuesto por el sheriff consiste en impedir que los policías lleven Narcan (naloxona) entre su equipo reglamentario. Este producto salvavidas, antagonista de la heroína, es el que los agentes administran habitualmente a los sujetos intoxicados tan pronto como los encuentran, con el fin de revertir fulminantemente los efectos de la sobredosis. La razón aducida para no prestar ese auxilio de ahora en adelante es doble: por un lado, está el veterotestamentario “quien la hace la paga” (y de qué modo); y, en segundo lugar, está el argumento estrictamente económico, que se puede enunciar en aquel reductivo “tanto tienes, tanto vales” (es decir, que es mucho más barato incinerarlos que curarlos).
Esto, que se puede ver desde la lejanía como si se tratase de un pintoresco y posmoderno resurgimiento del western, es algo que también acecha a Europa, aunque según formulaciones más autóctonas, que no tardarán en concretarse, por ejemplo, en leyes de eutanasia generalizadas. Pero no es necesario irse al futuro para dar con concreciones de esto. Muchas de ellas son realidades hoy candentes. Y, para terminar, me gustaría enunciar una, aunque sea sintéticamente.
El pasado 25 de julio, el obispo de Tánger, el español Santiago Agrelo, colgaba en su perfil de Facebook las siguientes palabras, comentando una noticia acerca de los refugiados recientemente muertos en el Mediterráneo: “De este infierno solo puede sacarnos un cambio radical de políticas migratorias en los países europeos, y ese cambio no se dará mientras la Iglesia juegue a justificar el rechazo de los emigrantes, la indiferencia ante sus vidas desechas, y ponga la economía, la política o la religión por encima del valor de las personas. Nuestros discursos sobre el aborto son pura hipocresía si no van acompañados de una protesta indignada, generalizada y continuada cada vez que la emigración nos pone delante de los ojos un muerto. Cada emigrante muerto es un cristo crucificado de nuevo.” No requiere de traducción. De nuevo, la cultura del descarte.