Hay jinetes de luz en la hora oscura
Javier Santacruz | 01 de octubre de 2018
El acuerdo China-Vaticano debe poner fin a años de división y de penurias. Además, la Iglesia tiene que formar parte de las reformas del gigante asiático, donde, pese a la persecución, viven millones de católicos.
El reciente anuncio de acuerdo China-Vaticano en materia de nombramiento de obispos ha causado cuanto menos una honda sorpresa en la opinión pública internacional, pero muy especialmente en el mundo europeo. Si bien los términos son simples, basados en el reconocimiento por parte de la Santa Sede de ocho obispos (uno de ellos fallecido el año pasado) nombrados por Beijing, sientan las bases de un nuevo tiempo de vital importancia para el futuro del credo católico a largo plazo.
En primer lugar, se trata de un resultado preliminar después de años de negociaciones en medio de un conflicto permanente desde la instauración en China del régimen comunista de Mao a finales de los años 40. Durante todo este tiempo, la comunidad católica en China ha sufrido épocas de dura persecución religiosa, especialmente en las tres primeras décadas del gobernante Partido Comunista, sufrida también por otras religiones orientales. Pero siendo conscientes de la imposibilidad de erradicar una fe cristiana muy anterior a las ideologías del siglo XIX, y cuyos primeros vestigios en Extremo Oriente se remontan al siglo VII, los jerarcas chinos optaron por un “modelo anglicano” basado en la creación de una Iglesia Nacional fuera de la obediencia a Roma y, por tanto, con un recorrido limitado en materia de evangelización y siempre controlado por las autoridades.
Espero que en China se pueda abrir una nueva fase que ayude a sanar las heridas del pasado, a restablecer y mantener la plena comunión de todos los católicos chinos, y a asumir con renovado esfuerzo el anuncio del Evangelio. https://t.co/Tj9qagJV60
— Papa Francisco (@Pontifex_es) September 26, 2018
En este sentido, a día de hoy, los católicos chinos constituyen una minoría dividida pero, lo que es aún peor, fuertemente enfrentada. Los poco más de 25 millones de fieles que se estiman (el margen de error de estas cifras puede llegar a ser muy alto en un país que es prácticamente un continente escasamente integrado) se reparten en las diferentes comunidades del país con una tensión permanente entre los obispos nombrados por el Gobierno y los obispos que viven en la clandestinidad y siguen soportando la represión. En este contexto es en el que hay que entender siempre las palabras de monseñor Joseph Zen, obispo hongkonés perseguido desde hace décadas por el régimen chino, muchas veces situado en el disparadero de los conflictos territoriales en Hong Kong y Taiwán, más incluso que en los religiosos.
Pero, precisamente por la penosa situación en la que viven millones de católicos en China, era imprescindible buscar un entendimiento con este acuerdo China-Vaticano, poniendo fin a un bloqueo permanente y al abandono, incluso en muchas ocasiones al olvido, de los cristianos en China Continental por parte de la Iglesia occidental. No era concebible que la Santa Sede no participara del proceso de reforma y apertura en China comenzado hace cuatro décadas, entendiendo este como un proceso gradual y de largo plazo de establecimiento de libertades básicas, como la de expresión o la religiosa, y centrada en su desarrollo económico y social en el marco de una economía de mercado. Si la Iglesia no lo hace, lo harán otras confesiones religiosas, habiendo perdido una oportunidad histórica difícil de explicar a los católicos.
Si bien uno de los argumentos críticos es una posible “claudicación” del Vaticano frente a China aceptando a los obispos nombrados por Beijing, la realidad es que no es ni la primera vez ni la última que la Iglesia pacta los nombres de los prelados con los Gobiernos. Fue durante muchos años una práctica habitual y, como ocurrió en España a partir de los Acuerdos Iglesia-Estado en 1979, el Poder Ejecutivo (en el caso de España, la gracia la tenía el jefe del Estado) fue declinando su participación para asegurar la correcta separación entre Iglesia y Estado.
Probablemente, y nuevamente en esta ocasión como ha pasado repetidas veces a lo largo de la Historia, el “pacto de nombres” contemplado en el acuerdo China-Vaticano desembocará de forma natural en la separación de Iglesia y Estado. Es la vía más pragmática y efectiva posible, dado que la prioridad fundamental es colocar a la Iglesia china en el centro de la estrategia de evangelización mundial. Dicho de otra forma: China es el futuro de la fe católica en el mundo, no solo por ser la región más poblada del planeta (junto con la India) sino especialmente por ser el lugar del mundo donde el número de católicos puede tener un crecimiento exponencial en los próximos años.
No hay en este momento, ni probablemente en los próximos años, una zona del mundo con el terreno más abonado para la expansión de la fe cristiana que China, gracias a la combinación del dividendo demográfico (más aún después de la abolición de la política del hijo único) y la digitalización que transforma radicalmente la forma de evangelizar, pudiendo llegar a través de medios como WeChat a miles de millones de personas de forma rápida y efectiva. Décadas de comunismo han neutralizado políticamente al chino medio, pero no sus inquietudes espirituales ni sus valores. Este es el reto y esperemos que sea el centro de la estrategia de la Iglesia, más preocupada de la “vieja Europa” que del futuro que es Extremo Oriente.