Hay jinetes de luz en la hora oscura
Yolanda Vaccaro | 04 de junio de 2017
Javier Valdez, el gran cronista de la llamada narcoviolencia, se ha convertido en el sexto periodista asesinado en México en lo que va de año. Doce balazos descerrajados a bocajarro acabaron con su vida a pocas calles de su casa y de su centro de trabajo, en la revista Ríodoce. Ocurrió a plena luz del día en Culiacán, capital del estado de Sinaloa. Su vehículo fue interceptado por varios hombres, según investigaciones de Ríodoce. A sus 50 años de edad, Valdez deja un legado que se considera único en la investigación y la difusión de la violencia que parece campar a sus anchas en uno de los estados mexicanos en los que reina el narcotráfico. Una violencia por la que los periodistas mexicanos han bautizado a su país con el tristemente célebre calificativo de narcoestado.
Los compañeros de profesión de Valdez exigen una investigación que desde el primer momento se ve coartada porque las cámaras que supuestamente vigilan las calles de Sinaloa precisamente no funcionaban en la calle en la que se cometió el asesinato. La impunidad acompaña la comparsa de la violencia. Los periodistas son uno de los principales objetivos de este crimen organizado porque demasiadas veces aventajan a las autoridades investigando para hallar a los culpables. A estas alturas no sorprende que no haya ningún detenido por los seis asesinatos de periodistas cometidos este año. Desde el año 2000, los hombres y mujeres periodistas asesinados suman un centenar y son muy escasas y prácticamente improductivas las pesquisas oficiales.
La repercusión del asesinato de Valdez, sin embargo, ha obligado al presidente Enrique Peña Nieto a emitir una declaración de condena, pues era uno de los profesionales de prensa más respetados en su país. Aun así, no son grandes las esperanzas de que haya una investigación seria. Tampoco la ha habido tras el asesinato de la periodista Miroslava Breach, corresponsal del diario La Jornada en Chihuahua, crimen cometido en marco pasado. Breach recibió ocho disparos al salir de su casa. “A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio” escribió entonces Valdez en su cuenta de Twitter.
Oficialmente, 492 personas fueron asesinadas en México durante el primer cuatrimestre de este año. La prensa considera que esa cifra ya se ha duplicado. Organizaciones independientes hablan de alrededor de 10.000 muertes cada año por esta causa. En realidad, no hay cifras oficiales cerradas sobre el número de asesinatos atribuibles al crimen organizado en México, ya que una gran parte de víctimas no denuncia.
Manifestación por los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala.
Porque nadie está a salvo en la guerra del narco que parece impregnar el día a día de la sociedad mexicana. En septiembre pasado, la española María Villar fue secuestrada y asesinada en Ciudad de México; su familia llegó a pagar un rescate, pero igualmente no hubo compasión. Este caso volvió a poner sobre el tapete internacional el debate sobre la debilidad del Estado Mexicano respecto de la violencia que atenaza el país. Según la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), cada día se producen cinco secuestros en México. La asociación civil Alto al Secuestro contabiliza un total de 7.846 secuestros en los últimos cuatro años.
La corrupción y el narcotráfico, naturalmente ligados, son los pilares sobre los que se asienta el drama de un país que a diario enfrenta noticias trágicas. En este marco, la desaparición de 43 estudiantes de educación a manos de narcotraficantes cometida en 2014 en Iguala, Estado de Guerrero, marca un nuevo punto de inflexión a la hora de hablar de México como un Estado fallido.
En México, la Comisión Ejecutiva de Atención a las Víctimas acaba de ofrecer el dato de que cada año se denuncian 600.000 casos de abusos sexuales; el 90% se realiza contra mujeres, la mitad de ellas menores de 15 años. El horror no acaba ahí: se calcula que el 94% de los abusos no se denuncia, de modo que las cifras son más altas.
Es abundante la literatura que define el concepto de Estado fallido, frase que refiere la ausencia de autoridad y Estado en países verdaderamente desvertebrados como Somalia. Sin embargo, se trata también de un término lo suficientemente amplio como para que pueda ser utilizado al hablar de países en los que el Estado es tan débil que su población desconfía a tal punto de sus instituciones y autoridades que prefiere evitar a los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado porque estos, lejos de socorrer a quienes acuden a ellos, suelen actuar conjuntamente con los criminales, es decir, también son criminales. A raíz del caso de Villar, personas entrevistadas en medios de comunicación que lograron sobrevivir a los llamados “secuestros exprés” en México coincidieron en señalar que lo último que se les hubiera ocurrido durante sus secuestros, si hubieran tenido la ocasión de hacerlo, habría sido pedir ayuda a un policía. De allí, igualmente, que muchos crímenes no se denuncien. Ese es el auténtico dilema de México: que demasiadas autoridades llamadas a asegurar el orden legal son parte del crimen organizado.
Ese es el auténtico dilema de México: que demasiadas autoridades llamadas a asegurar el orden legal son parte del crimen organizado
La prueba más fehaciente de ello es el caso de la citada desaparición de los 43 estudiantes de Iguala y el asesinato de otros seis estudiantes. Todo apunta a que los desaparecidos fueron entregados a una banda de narcotraficantes, nada más y nada menos que por el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, ligado a la citada banda. Los 43 estudiantes habrían sido asesinados y sus restos habrían sido literalmente carbonizados, triturados y arrojados a un río. Las familias de los desaparecidos y las entidades que las apoyan acusan directamente a las autoridades, al menos de lentitud y desidia en la investigación. El mencionado alcalde de Iguala está en la cárcel a la espera de juicio por los mencionados asesinatos de seis estudiantes y de un líder opositor.
Sin embargo, ni siquiera cuando los criminales son detenidos, estos dejan de ejercer sus actividades delictivas. Y, en este punto, resulta crucial mencionar la sonada huida de una cárcel mexicana del conocido narcotraficante Joaquín Guzmán, alias El Chapo que, en 2015, escapó a través de un túnel de 1.500 metros de longitud con ventilación, luz y hasta un carril para una motocicleta. Construir semejante obra implica necesariamente la connivencia de las autoridades. Francisco Rivas, presidente del Observatorio Nacional Ciudadano de México, lo tiene claro: “Es evidente que en la fuga hay un fallo de corrupción”. Guzmán fue posteriormente fue localizado, arrestado y extraditado a Estados Unidos; pocos dudan de que la presión estadounidense fue determinante en este caso.
El hecho de que la responsabilidad y la complicidad en la comisión de delitos se achaquen a diferentes gremios con autoridad (policías, militares, políticos), así como a gobiernos y partidos de diferentes colores políticos, aporta elementos al argumento de la debilidad del Estado. Porque la violencia del México actual lleva décadas acrecentándose y tiñendo diferentes sectores desde que, en los años ochenta, los cárteles de la droga colombianos eligieron México como su vía de paso preferente. La brutal violencia que caracteriza por antonomasia a los sicarios del narcotráfico ha ido extendiéndose en México. Delincuentes de diverso pelaje imitan la brutalidad del narco porque este tipo de violencia se ha convertido en un tenebroso lugar común. La gran mayoría de crímenes en México tiene algún punto de conexión con el narcotráfico. De allí que los analistas coincidan con la prensa mexicana y califiquen al país como narcoestado. Así opina el analista Moisés Naím y afirma para sustentarlo que en un narcoestado “el crimen organizado es gobierno, es el que manda, el que hace y deshace”.
Los conceptos de “Estado fallido” y “narcoestado”, en todo caso, muy bien pueden llegar a considerarse sinónimos. La debilidad de un Estado es lo que finalmente lo convierte en presa de bandas criminales como las del narcotráfico. México, pues, se enfrenta a la inmensa tarea de reforzar sus instituciones para alejarse de la debilidad que lo atenaza. Una tarea verdaderamente monumental para la que evidentemente hace falta colaboración desde el exterior y que la comunidad internacional aborde con pragmatismo, seriedad y rigor debates como el que gira en torno a la legalización de las drogas para debilitar a quienes se lucran con la lacra de la drogadicción.