Hay jinetes de luz en la hora oscura
Vicente Vallés | 28 de marzo de 2017
Algún militar americano de muy alta graduación se sinceró en cierto momento dejando claro que ninguna estrategia, por muy preparada que esté, sobrevive al contacto real con el campo de batalla. Ocurre lo mismo con las estrategias políticas.
Donald Trump juró su cargo el 20 de enero. Desde entonces, como decía un ingenioso titular de The Washington Post, Trump ha cambiado a la presidencia más de lo que la presidencia le ha cambiado a él. Quienes consideraban que el oropel y la púrpura de una magistratura de tal nivel convertirían a Donald Trump en alguien más presidencial, habrán podido comprobar que esa asombrosa transformación no se ha producido, de momento. Y nadie se lo podrá reprochar: Trump está siendo Trump porque sus votantes quieren que sea Trump. Pero su estrategia inicial trata con dificultades de sostenerse en pie en su contacto con la realidad en la que se sumerge cualquiera que ocupe el Despacho Oval. Y no lo consigue.
Trump está siendo Trump porque sus votantes quieren que sea Trump. Pero su estrategia inicial trata con dificultades de sostenerse en pie en su contacto con la realidad en la que se sumerge cualquiera que ocupe el Despacho Oval
El presidente llegó al poder impulsado por 63 millones de votantes que querían en la Casa Blanca a alguien de su perfil personal, empresarial y antipolítico. Y Trump está dando satisfacción a sus expectativas: ha convertido la lucha contra los medios de comunicación en una prioridad de su mandato, ha establecido la era de los “hechos alternativos” elaborados a voluntad, ha puesto en despachos oficiales a su yerno Jared y a su hija Ivanka, bordeando (si no superando) las fronteras del nepotismo, ha emitido decretos para frenar la llegada de musulmanes, ha lanzado una campaña de desprestigio contra Barack Obama, ha intentado desmontar el sistema sanitario conocido como Obamacare, se ha encarado con los países europeos al apoyar el Brexit y al exigirles que gasten más en defensa para que Estados Unidos gaste menos, ha ordenado terminar el muro de la frontera con México, ha presionado a las empresas para que no deslocalicen su producción, ha comprometido inversiones multimillonarias en obras públicas… Ha tenido un comportamiento hiperactivo. Eso querían sus votantes, y eso les ha dado. Trump cumple.
Cumple, formalmente. Si la puesta en marcha de todas esas políticas deriva en el desarrollo real de tales medidas es algo que aún es pronto para confirmar. Porque, en efecto, Trump ha cambiado más a la presidencia que la presidencia a él, pero su promesa de acabar con el establishment y de modelar a conveniencia el sistema político americano es un objetivo que parece estar muy lejos de su alcance.
Trump ha convertido la lucha contra los medios de comunicación en una prioridad de su mandato, ha puesto en despachos oficiales a su yerno Jared y a su hija Ivanka, bordeando las fronteras del nepotismo
Su odio por los medios que no cuentan las cosas como a él le gusta que se cuenten no le ha evitado la humillación que sufrió ante el citado The Washington Post: una noticia publicada por el diario de la capital forzó la dimisión de su consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, cuando no llevaba ni veinte días en el cargo. La libertad de prensa y la influencia de los medios siguen vivas en los Estados Unidos de Trump.
También sigue viva la independencia de criterio de los organismos federales, incluso frente al poderoso influjo de la Casa Blanca. El director del FBI, el republicano James Comey, se sentó ante una comisión del Congreso para confirmar que se investiga al entorno de Trump por sus contactos con las autoridades rusas para perjudicar a Hillary Clinton durante la campaña electoral.
Es la misma independencia de la que hacen gala los jueces, capaces de paralizar hasta dos decretos firmados por el presidente y que pretendían cerrar las fronteras de Estados Unidos a nacionales de varios países musulmanes.
Una noticia publicada por The Washington Post forzó la dimisión de su consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, cuando no llevaba ni veinte días en el cargo
Y es la independencia de la que se enorgullecen los miembros del Congreso de los Estados Unidos, que deben el escaño a los votantes de su circunscripción o de su estado, y no al presidente, por muy poderoso que sea. Y que no dudan en hacer uso de su legitimidad política personal para negarse a aceptar sin más las condiciones que Trump ha querido imponer, por ejemplo, en el caso del Obamacare. Ha sido una derrota sin anestesia. Muy dolorosa. Muy significativa. Una advertencia de los insiders del Congreso a quien acaba de llegar a la Casa Blanca con demasiadas ínfulas.
Donald Trump lucha contra un sistema robusto y con más de dos siglos de historia. Con esa contienda intenta satisfacer a sus votantes más beligerantes y trata de asentar su base electoral porque sabe que no será fácil repetir victoria en 2020. Sus estrategas son conscientes de que el sector social más a la izquierda, que se negó a votar a Hillary Clinton, se arrepiente de haber facilitado con su abstención la victoria del candidato republicano y se movilizará para votar en las próximas elecciones a cualquiera con tal de convertir a Trump en presidente de un solo mandato.
Pero su futuro inmediato no va a depender de los demócratas, sino de los republicanos. Trump tendrá más opciones de seguir en el cargo si en los próximos años demuestra ser útil para que el partido por el que ganó la nominación el pasado verano mantenga sus mayorías en la Cámara de Representantes y en el Senado. Pero si representantes y senadores republicanos pierden votos debido a las políticas de Trump, el presidente tendrá serias dificultades para seguir siéndolo más allá de 2020. Bienvenido al campo de batalla.