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La Transición no habría sido posible sin el Rey Juan Carlos, que no hizo lo que Franco quería

Justino Sinova | 04 de julio de 2017

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Con motivo del 80 cumpleaños del Rey emérito, El Debate de Hoy recupera este artículo donde se recuerda la conmemoración del 40º aniversario de las primeras elecciones, y como esta celebración quedó «huérfana» con la ausencia de D. Juan Carlos, figura relevante de la evolución de nuestro país hacia el sistema democrático, que nadie puede discutir si tiene un conocimiento, aunque sea somero, de la historia.

En 1975, mientras el general Francisco Franco luchaba con la muerte en una agonía de más de dos semanas ingresado en una habitación del hospital La Paz, volvía a emerger la incógnita Juan Carlos, nombrado sucesor por el mismo dictador. España iba a empezar otro camino, pero nadie estaba seguro de saber cuál sería. Santiago Carrillo, secretario del Partido Comunista (PCE) y principal enemigo del régimen franquista, lo había apodado «El Breve», con gran rechifla del antifranquismo de fuera y del interior. Los franquistas de camisa azul tampoco se fiaban de él y muchos estaban dispuestos a deshacerse del joven heredero en cuanto diera muestras de no seguir las consignas del fundador. La izquierda, dominada por el Partido Socialista (PSOE), se proclamaba republicana. Solo el sector moderado, integrado por jóvenes políticos reformistas que ejercían en el franquismo terminal, y la oposición conservadora, formada en gran parte por profesionales, tenían esperanza en que el joven Borbón resolviera con acierto el enigma de qué hacer una vez muerto Franco. En aquel tiempo se recordaba la amonestación del dictador, que había advertido de que tras él todo quedaba «atado y bien atado». Llegaba el momento de comprobar la fortaleza de aquel nudo que trataba de secuestrar el futuro.

El Rey comenzó con promesas de evolución política para poner a España al nivel de las democracias liberales. Su discurso de la coronación fue una inyección de confianza, pero los primeros meses no confirmaron claramente su capacidad de evolución. Hubo que esperar hasta julio de 1976 para que lograra sustituir a Carlos Arias, último presidente del Gobierno de Franco, por Adolfo Suárez. El clima de desconfianza en que se observaban las gestiones del monarca explican que el nombramiento de Suárez fuera recibido también con decepción. Pero poco después el ritmo de los acontecimientos se iba a acelerar de manera fulgurante.

Con otro político que ejerció en el franquismo, Torcuato Fernández Miranda, encargado de la ingeniería legal para que la reforma política no resultara un golpe de Estado leguleyo, y Suárez ocupado en la pura gestión política y, mano a mano con Juan Carlos, en las relaciones con la izquierda, los franquistas, los militares, los sindicatos, la Iglesia y los principales países próximos o distantes, en solo unos meses las Cortes del franquismo firmaron su propia disolución con la aprobación de la Ley para la Reforma Política. La Prensa calificó aquello como «el harakiri de las Cortes» y fue efectivamente un suicidio político que abrió la puerta a la democracia. La Ley para la Reforma Política, que diseñaba un sistema democrático, fue el instrumento que facilitó la celebración de las primeras elecciones libres, en junio de 1977, y la redacción de la Constitución democrática elaborada por consenso de todas fuerzas políticas, que entró en vigor año y medio después.

Así se consumó la Transición, que consistió en el paso de un sistema autoritario a un sistema democrático sin rupturas violentas, sino aprovechando las vías legales para su reforma dispuestas en las mismas leyes que se derogaban. Fue un periodo muy breve para una operación tan profunda, en la que tuvieron protagonismo esencial Adolfo Suárez como gestor, Fernández Miranda como diseñador del procedimiento legal y, sobre todo, el Rey Juan Carlos como director de la operación cuyo objetivo, una democracia parangonable con las más justas existentes en el mundo, él trazó. Desde años antes, el entonces príncipe había apuntado algunos aspectos de su propósito con la explicable prudencia que un asunto así requería en el ambiente de un régimen  incompatible con un sistema de libertad. Quien había aludido al objetivo con claridad había sido don Juan, su padre, que no estaba sometido a las condiciones del régimen franquista. En realidad, la obra de Juan Carlos fue la que tantas veces enunció como aspiración su padre, el rey que no pudo reinar por impedírselo el dictador, pero que vio en su hijo la concreción de la Monarquía parlamentaria que había deseado.

El hecho histórico del liderazgo del Rey Juan Carlos en la conducción de España hacia el sistema democrático, que nadie puede discutir si tiene un conocimiento, aunque sea somero, de la historia como fue, hace absolutamente incomprensible, inesperado e injusto que se le excluyera de la solemne conmemoración de la Transición al cumplirse los 40 años de las primeras elecciones. En ese acto, era el Rey Juan Carlos el primero que tenía que haber sido convocado, aunque ahora esté en la condición de emérito y apartado por propia voluntad de la primera línea de la actualidad política. Pareciera que el autor de la marginación se sintiera impelido a ella por las críticas y descalificaciones dirigidas contra Juan Carlos en los últimos años, procedentes sobre todo de una izquierda radical que trata con ello de desprestigiar el sistema español, a pesar de que sea más justo, más humano, con todos sus defectos, que las dictaduras bolivarianas y árabes que tanto aprecian los autores de las arremetidas.

No quiero pensar que el protocolo de La Zarzuela se haya sentido obligado a disponer esa insólita exclusión. Pero es evidente que las especies que se ponen en circulación causan su efecto. Uno de estos días, una joven tertuliana sostenía que el principal protagonista de la Transición no había sido el Rey Juan Carlos y daba parecido o mayor mérito a Suárez y a Fernández Miranda. Lo afirmaba con la osadía que provoca precisamente la ignorancia. España es víctima de un intento de reescribir la historia -y este ejemplo es buena muestra- con la pretensión de cambiar el resultado de lo que fue una feliz aventura de conquista de la libertad. De momento, han ganado algunas batallas, con ayudas protocolarias estrafalarias, y empieza a haber muchos españoles jóvenes que ignoran que la Transición no habría sido posible sin el Rey Juan Carlos.

Imagen de portada: El Rey Juan Carlos lee su discurso durante la sesión de sanción de la Constitución Española, aprobada por las Cortes y ratificada por el referéndum del 6 de diciembre de 1978, en un acto oficial celebrado en el Parlamento, en presencia de la Reina Sofía, el príncipe Felipe y los tres presidentes de la institución, así como los representantes de altas instituciones civiles, militares y religiosas | Agencia EFE
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