Hay jinetes de luz en la hora oscura
El Debate de Hoy | 15 de junio de 2017
Una historia para compartir | Landelino Lavilla | Galaxia Gutenberg | 2017 | 380 pp | 21,85€ | eBook: 14,24€
“La ley [para la Reforma Política] tenía evidentemente una significación como instrumental normativo que, inserto en el ordenamiento jurídico vigente, había de permitir operar la transformación efectiva del sistema político; en la cadena de la legalidad formal era un nuevo eslabón añadido a los ya existentes, pero con vocación de engarzar con sucesivos eslabones. (…) La ley era (…) un instrumento, cuya eficacia política y jurídica se acreditó sobradamente. La elección de unas Cortes con plena legitimidad democrática y la real apertura de un inmediato período constituyente enfatizaron su valoración como una norma que supuso la «institucionalización» del propio mecanismo a través del que se llegó a ‘institucionalizar’ el sistema democrático en España. La Ley para la Reforma Política puso en acción el poder constituyente, pero como poder constituido en el propio proceso de generación de una nueva Constitución.
No reputo, pues, desenfocada la concepción instrumental de la ley. Sí la considero limitada y parcial. La Ley para la Reforma Política tuvo mucho de herramienta, pero fue mucho más que una herramienta útil para regir el proceso de elaboración de la Constitución.
En la ley había formulaciones dogmáticas de primera magnitud: la solemne afirmación democrática inicial, con apelación a su expresión jurídica (‘supremacía de la ley’, es decir, Estado de Derecho), y reconocimiento de la ‘voluntad soberana del pueblo’, como instancia radical -de raíz- legitimadora; el establecimiento del principio de ‘sufragio universal, secreto y directo’ para la elección de diputados y senadores; la declaración (incorporada por las Cortes, en virtud de una enmienda de José Luis Meilán) de que ‘los derechos fundamentales de la persona son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado’, haciendo efectivo (….) que si antes los derechos sólo eran legítimos y eficaces en el marco y respeto de la ley, a partir de entonces las leyes sólo serían legítimas en el marco y respeto de los derechos inviolables de la persona.
Eran formulaciones de limpio linaje democrático y de gran calado jurídico, que no pueden resultar minusvaloradas como expresivas de un talante o como declaraciones retóricas cuando, en puridad y aún proyectadas sobre al bloque normativo más cualificado del sistema precedente, producían por sí un innegable y trascendente efecto innovador. Y esto es así hasta el punto de que, a mi juicio, la Ley para la Reforma Política, por la fuerza de esas disposiciones normativas y vinculantes: a) excedía ya los estrechos límites de un cambio en el sistema, para operar un real cambio de sistema; b) brindaba sólidas raíces jurídicas para idear, cumplimentar y sostener con rigor acciones, decisiones y normas que, sin la interpretación propiciada por dicha ley, hubieran podido resultar, cuando menos, de dudosa corrección técnico-jurídica a partir de las otras siete Leyes Fundamentales; e) prefiguraba de un modo inequívoco, si bien germinal, el sentido de una monarquía parlamentaria, que la Constitución de 1978 proclamaría como ‘forma política del Estado español’; d) hubiera permitido operar con estricta y plena legitimidad democrática, aunque se hubiera decidido posponer la tarea de elaborar un nuevo texto constitucional.
Sólo podrán disentir de tales apreciaciones quienes sean incapaces de percibir la tremenda fuerza expansiva de aquellos principios y su eficacia dislocadora del conjunto de las Leyes Fundamentales [del régimen franquista] en las que se insertaba. Por eso el Consejo Nacional del Movimiento consideraba, en su informe, que debía incluirse una disposición derogatoria que determinara con suficiente claridad los preceptos de las Leyes Fundamentales que quedaban afectados, derogados o modificados por la nueva ley, sugerencia que obedecía a las mismas causas, si bien vistas y valoradas a la inversa, por las que el Gobierno no había incluido disposición derogatoria alguna en el proyecto, como no lo hizo la ponencia de las Cortes, pese a las enmiendas que fueron formuladas en tal sentido.
Uno de los criterios esenciales en que se asentaba la operación política proyectada era el de no crear vacío legal alguno. El principio de legalidad (y el artículo I.0 de la Ley para la Reforma Política lo proclamaba) fue una referencia permanente (…). La transición política se articulaba jurídicamente en un paso ‘de la Ley a la Ley’ según la expresión atribuida a Torcuato Fernández-Miranda.
No faltaron ni faltarán personas que imputen a quienes propulsamos o aceptaron la Ley para la Reforma Política una actitud disfrazada que trascendió del concepto mismo de reforma y -hasta en algún planteamiento más incisivo y extremista- revela un incumplimiento del juramento de lealtad a las Leyes Fundamentales, entre las que figuraban principios definidos como permanentes e inalterables por naturaleza. Quizá alguno halle fundamento para esa imputación, considerando en exceso desenfadada la sincera exposición que acabo de hacer. No hubo enmascaramiento o deslealtad ni ha habido desenfado.
El sentido último de nuestra acción política y su frontal contraposición con determinados presupuestos del régimen anterior resultaban claros en nuestras manifestaciones públicas y en el contenido del propio proyecto de Ley. Así se evidenció en el debate habido en las Cortes y, de un modo singular, en brillantes y eficaces pasajes de las intervenciones de Fernando Suárez.
La conciencia de la responsabilidad que habíamos asumido para sacar a España del anquilosamiento político en que podía esterilizarse era la auténtica exigencia de nuestra lealtad.
El respeto a la legalidad fue riguroso, porque desde ella y con arreglo a ella se tramitó y aprobó la Ley para la Reforma Política. El mismo respeto se mantuvo a partir de dicha Ley, puesto que con arreglo a sus previsiones se llevó a cabo la elaboración, tramitación y aprobación de la nueva Constitución. No hubo vacío de legalidad y, aunque se produjeran algunas situaciones atípicas de provisionalidad y hasta incertidumbre, no dimos rienda suelta al poder constituyente originario sino que (…) se programó la forma en que había de actuar el poder constituyente como poder constituido.
Por otra parte, estuvo claro, en todo momento, que nuestra concepción reformista se asentaba políticamente frente a los defensores del continuismo y, en el plano metódico, frente a los propugnadores de una ruptura con cancelación a radice de la legalidad precedente, constitución de un gobierno provisional y demás secuelas y acompañamientos de hechos políticos de tal naturaleza.
Y no fue desenfadada, sino seria y reflexiva -como lo exigía su propia esencia-, la valoración que hicimos del juramento prestado. Yo no tengo rebozo en decir que mi espíritu no se encontró perturbado por ninguna clase de duda. Para mí era un inaceptable maquiavelismo la consideración del juramento -y Maurice Joly la pone en boca de Maquiavelo en sus ficticios diálogos con Montesquieu en el infierno- como un modo de encadenamiento de las conciencias al servicio de la permanencia de una determinada estructura o personificación del poder.
Quizá hubiera, sin embargo, quien sintiera escrúpulos y, para disiparlos, elaboré una nota exponiendo que, en el Derecho Público moderno, el juramento sólo se concibe como prestado al Estado y a su ordenamiento fundamental; cuando el poder se institucionaliza en forma de Estado trasciende a sus titulares concretos. ¿Qué es el Estado? Ante todo un orden jurídico al que deben fidelidad desde el propio Rey hasta el último de los funcionarios. La defensa de ese orden jurídico supone también, claro está, el respeto y el apoyo al orden legal en su conjunto, incluidas las cláusulas de revisión en el mismo contenidas. Con harta frecuencia -advertía yo entonces- se olvida que una de las principales disposiciones de las Leyes Fundamentales es la regulación de su reforma, contenida en el artículo 10 de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y que prevé la ilimitada modificabilidad del ordenamiento constitucional, siempre que así lo quiera la voluntad nacional expresada mediante referéndum”.
Extracto de las páginas 212 a 215.