Hay jinetes de luz en la hora oscura
Miguel Ángel Gozalo | 05 de septiembre de 2017
Cada día que pasa en la delirante carrera hacia el 1-O (que puede leerse como el pronóstico para un partido en el que un equipo gana por la mínima) todos nos despertamos con dos preguntas obligadas. La primera: ¿Qué harán Puigdemont y compañía para mantener encendido el fuego de ese golpe de Estado que intentan dar con la pretensión de separarse de España y convertirse en la República Catalana? La segunda: ¿Reaccionará por fin el Gobierno de Mariano Rajoy ante esta provocadora y constante deslealtad de los independentistas catalanes?
Porque lo que viene sucediendo desde que, hace siete años, Artur Mas se presentó en la Moncloa a exigir un trato fiscal diferente para la Generalitat de Catalunya a cambio de no echarse al monte y recibió la lógica negativa a ese chantaje por parte del jefe de Gobierno español, no es otra cosa que un intento de traducir a realidad política la vieja aspiración nacionalista de romper con España.
▶️ “No puede existir un gobierno democrático que pretenda ir contra la Constitución. Es una estafa y no lo vamos a consentir" @marianorajoy pic.twitter.com/2GQSuVtm0r
— Partido Popular ?? (@populares) September 4, 2017
¿Cuantos catalanes comulgan con esa idea? That is the question, como diría el célebre bardo inglés. Pero lo que históricamente se ha venido considerando algo irrealizable, con altibajos emocionales en virtud de las circunstancias, ha alcanzado últimamente exacerbadas cotas de agresividad y fanatismo. El separatismo ha captado para su causa a sectores hasta ahora encuadrados en las filas moderadas de la antigua Convergencia que, con la investigación de su corrupción en los talones y su honorable fundador convertido en presunto delincuente, ha tenido que cambiar de nombre, de programa y de dirigentes, y se ha visto arrastrada a la abierta ilegalidad por un aliado antisistema, la CUP (Candidatura de Unidad Popular), cuyo apoyo es indispensable para mantenerse en el poder.
Las manifestaciones contra el terrorismo se parecen en todas partes. En España hemos tenido, desgraciadamente, más de una. La última celebrada en París, tras los terribles atentados de la sala de fiestas Bataclán, fue, además de una expresión de fervor por las víctimas, de condena del terrorismo y de defensa de la libertad, un triunfo de la unidad europea en este asunto: millón y medio de personas colapsaron París, con los líderes de Europa a la cabeza, mientras se cantaba a voz en grito ese himno de todos que es «La Marsellesa».
Pero la manifestación que se celebró en Barcelona el 27 de agosto, en supuesto homenaje a las víctimas de Las Ramblas y Cambrils, no se pareció a ninguna. Fue algo muy diferente: una encerrona nacionalista en la que se utilizó descaradamente un sentimiento popular de repulsa por los atentados para convertirlo en un concierto de pitos contra el Rey, el Gobierno de España y un grupo de manifestantes que, en un bosque de banderas separatistas, las llamadas esteladas, se atrevieron a exhibir la enseña nacional, la bandera de todos. La pregunta que también hay que hacerse, además de reflexionar sobre qué clase de país tenemos (un país que es incapaz de mostrarse unido ante un crimen que nos golpea a todos por igual, sin preguntar por inclinaciones políticas), es cómo es posible tal expresión de rencor, sectarismo y fanatismo, pero también cómo un Gobierno puede renunciar a su obligación de controlar la calle, aunque se trate de las calles de Barcelona.
¿Se acuerdan ustedes de aquella célebre frase –«la calle es mía»– que se atribuye a Manuel Fraga, ministro de Gobernación en los difíciles años de la Transición? Aunque no la pronunciara exactamente así, se entendía lo que aquel temperamental ministro quería recordar a quienes pretendían hacer del espacio público un escenario de violencia. La calle es un camino de libertad. Las manifestaciones no sólo no están prohibidas, sino que forman parte esencial de la liturgia democrática. Ah, pero la violencia es monopolio del Estado, como enseñó Weber. Un manifestante que grita airadamente sobre el cogote de un Rey tiene que ser alejado del monarca no sólo por razones de estricta seguridad, sino por protocolo y respeto.
el Rey, en estos tiempos agitados, hechos de ruido y de furia encarna lo mejor de lo que somos
Respeto y protocolo: ¡qué palabras en desuso! Protocolo (algo que Jordi Pujol exigía enérgicamente que se respetara cuando viajaba a Madrid como Presidente de la Generalidad y que sin duda Puigdemont reclama en sus periplos por las embajadas catalanas) y respeto (algo que ya no se despacha ni para consumo de ancianos en los autobuses). Pero el Rey, en estos tiempos agitados, hechos de ruido y de furia (otra vez Shakespeare, que tanto sabía de reyes), encarna lo mejor de lo que somos: lo colocaron en «la fila de atrás», entre silbidos y banderas separatistas, con dos extranjeras desconocidas a sus lados, sin la menor pompa ni la mínima solemnidad, y no se inmutó. Está aprendiendo a conocer a su pueblo, tarea compleja que requiere una larga experiencia y mucha reflexión. Pero sabe, como todos los españoles, que su papel es esencial para la estabilidad de la democracia. Los gobiernos pueden y deben cambiar, las leyes pueden reformarse, las pugnas políticas dibujarán nuevos horizontes para las legítimas ambiciones de los españoles. Pero la figura del Rey garantiza que el país camina hacia adelante sin temor a los sobresaltos, buscando su papel en la Historia. El Rey, como hace 25 años en esta misma Barcelona, sigue siendo el abanderado de un país en marcha, moderno y con muchas metas aun por conquistar.
Ahora ese papel aparece más desdibujado que en otros momentos. Se ha instalado la posverdad (esto es, la mentira) en la vida nacional. El grupo de manifestantes que se atrevió a desafiar en Barcelona al ejército de las esteladas con unos carteles que sólo pedían justicia y paz vio como esos carteles eran destrozados entre abucheos, en un clima de inusitado rencor. Ante la frustración dejada por esa manifestación fallida que los separatistas transformaron en un mitin, los organizadores de la ANC (Asamblea Nacional Catalana) quieren repetirla en el marco de la Diada, el 11 de septiembre, y su presidente, Jordi Sánchez, ya anuncia, retador, que «los voluntarios de la ANC se infiltrarán una vez más en la manifestación». Y sobre la posibilidad de que el referéndum del 1-O no se celebre, ha sido tajante: «Si las urnas no hablan, hablará la calle».
La pregunta que, a estas alturas, el Gobierno tiene que hacerse, después de recordar que la calle es de todos y no de unos pocos, viene de los tiempos de Cicerón: ¿Hasta cuándo, Cataluña, perdón, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?
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