Hay jinetes de luz en la hora oscura
Juan Pablo Colmenarejo | 25 de abril de 2017
La semana de Pascua, tras el recogimiento y el silencio de la Semana Santa, no ha sido nada feliz ni para el PP y el Gobierno ni para los millones de votantes que de manera leal han mantenido al partido de Rajoy como primera fuerza, a pesar de todo. El comunicado, emitido por la dirección de los populares pero redactado en Moncloa, acusando al tribunal sentenciador de la primera parte de la trama Gürtel de “abuso de derecho”, traspasó la línea de la separación de poderes. El PP rompió la costumbre y soltó por boca de Génova lo que en Moncloa era un grito de rabia e indignación con dos de los magistrados que, frente al criterio del presidente del tribunal y a la vez ponente, decidieron citar al presidente del Gobierno como testigo en el juicio a la banda de Correa.
Los rumores de enfado de la ministra de Defensa, en su condición de secretaria general, con la vicepresidenta del Gobierno iban de boca en boca como es costumbre desde que el enfrentamiento entre ambas existe. En la Moncloa se apresuraron a desmentir tal bronca ya que, como afirmaba una voz cualificada del entorno del presidente, “como si nos faltaran problemas, añadimos otro”. El desmentido aplacó como pudo la noticia del “monumental cabreo” de Dolores de Cospedal con Sáenz de Santamaría por tirar la piedra a los jueces de la Gürtel y esconder la mano después, ordenando al coordinador general Maíllo dar la cara en el marrón, como es costumbre. El fuego, algo hubo, lo acabó apagando el propio presidente quien, después de decir que no comenta las decisiones de los jueces, “sean o no razonables”, se mostró dispuesto a lo que haga falta para colaborar con la justicia.
Mientras se resolvía la digestión del bofetón propinado por el tribunal de la Gürtel, estaba ya abierta la Operación Lezo, que se lleva por delante, quieran o no, la frágil reconstrucción de un PP asolado por las tramas de corrupción desde el primer estallido en febrero de 2009. Para perplejidad de dirigentes, militantes, simpatizantes y votantes, la detención de Ignacio González rompe en mil pedazos la historia reciente del principal bastión electoral de los populares. Nada era verdad. Como dice el politólogo Javier Redondo, “la libertad económica no radica solo en ampliar horarios comerciales. Importa mucho más el manejo del dinero de todos”.
Aguirre con sus manos derechas, González y Granados, controlaba todo en Madrid. Tenía el poder absoluto para presionar a constructoras o medios de comunicación. Y como se lee en el auto del juez Velasco, para extorsionar y cobrar comisiones a cambio de obras haciendo negocios propios. No era liberalismo, sino absolutismo de golf y puro caro. Un ordeno y mando doctrinario. Las llamadas a medios de comunicación para acallar a periodistas recordando las inversiones publicitarias de la administración regional tampoco eran ajenas a la manera de gobernar. Y esas presiones, habituales por desgracia en la España autonómica, escondían además otras negruras como ha quedado por escrito en las investigaciones de la propia Comunidad de Madrid, ya con Cifuentes, los fiscales, el juez y la omnipresente Guardia Civil.
“¿Quién coño es la UCO?” La frase antológica de Pujol resuena como un dolor de cabeza cada vez que “los de verde” empiezan a sacar en cajas toda la basura que encuentran en domicilios y despachos de trabajo. El caso de González afecta a todo el PP. Por mucho que la consigna sea esperar a que la nube descargue todo lo que lleva dentro, no lo van a conseguir. Cae lo que era sólido. Se destruye una manera de gobernar en la que cientos de miles de personas habían confiado su voto. Es una estafa de proporciones sistémicas. Sin duda, es el PP antiguo, aunque no es consuelo, porque González no fue candidato en 2015 por decisión de Rajoy. Aguirre quería mantenerlo para seguir controlando y haciendo el máximo daño posible al presidente del Gobierno. El enfrentamiento de Aguirre con Rajoy ha perjudicado, y mucho, al PP desde 2008. Y ahora el estallido de Lezo daña a todos.
La legislatura está en el aire otra vez. No hay quien gobierne con semejantes fardos atados a los pies. No se puede caminar sin hacer un examen de conciencia a fondo. Al PP lo votaron siete millones doscientas mil personas en diciembre de 2015. Seis meses después, se sumaron otras setecientas mil. Sin duda, hubieran sido muchos más en unas terceras elecciones el pasado diciembre. Pero conviene no abusar de la lealtad de los votantes del PP que, empujados por el miedo y por la edad de muchos de ellos, salen a votar para evitar males mayores. Votar al PP borra la decepción convertida en hábito. Puede llegar un punto en que no sea suficiente el temor a dejar el país en manos de adanes o revolucionarios para volver a votar al PP. Lo piensan muchos dirigentes jóvenes. La responsabilidad de la pérdida de votos no será del hastío de los leales, sino de quienes creen que las adhesiones son inquebrantables pase lo que pase. Y ha pasado de todo. Lo dice la UCO.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.