Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis Núñez Ladevéze | 17 de noviembre de 2017
No ha pasado inadvertida la homilía del obispo de Solsona. ¿Homilía? Más bien arenga. Pero, sobre todo, arenga de confusiones.
El problema es que los carlistas hace tiempo que perdieron el norte (si el obispo de Solsona no lo es, allá él, porque es lo único que podría explicarlo). Lo perdieron para confundir casi todo, por no decir todo. El carlismo podría justificar que el obispo arremetiera contra el liberalismo, pero no puede justificar el independentismo nacionalista ni su ignorancia. Lo que desconoce, como lo desconocieron los obispos y sacerdotes vascos que ampararon los crímenes de ETA, es que el tradicionalismo carlista se oponía al liberalismo borbónico. El nacionalismo fruto del liberalismo no es compatible con el tradicionalismo, sino su antítesis. Ser nacionalista y ser tradicionalista es tan contradictorio como ser tradicionalista y ser marxista.
O tal vez hay que decir que en España fue así hasta que apareció ETA y el tradicionalismo dejó de ser una defensa de la tradición frente al nacionalismo liberal o frente al marxismo totalitario para hacerse nacionalista… Así se comprende la sintonía entre Arnaldo Otegui y Carles Puigdemont. Extraños compañeros de cama, los extremos se tocan a través del totalitarismo que comparten.
El obispo de Solsona: “Será todo lo legal que queráis pero esto no es justo” https://t.co/J5nf9eWLs3 pic.twitter.com/5zo21A10cG
— La Vanguardia (@LaVanguardia) November 6, 2017
El tradicionalismo no representaba un pueblo soberano, sino la conservación de las tradiciones populares. No era el instaurador de una nación laica, sino el adalid de la confesionalidad de la monarquía hereditaria. No el promotor del derecho al voto individual, sino el defensor del integrismo religioso frente a la autonomía personal. El tradicionalismo no acepta la soberanía del pueblo, sino la subordinación de la ley humana al derecho natural. No predica la nación, sino la patria. Si la ley no procede de la voluntad humana, el voto individual no puede ser su fundamento.
La consigna carlista era Dios, Patria, Rey: el afianzamiento de la tradición católica, Dios; la defensa de la monarquía dinástica, el Rey; el aseguramiento de la unidad española, la Patria. Los fueros y las costumbres constituían la tradición defendida por la monarquía austriaca hereditaria. La alianza entre Trono, Pueblo y Altar. Eso fue lo que significó el austracismo -frente al liberalismo borbónico- en Cataluña. Eso fue lo que defendió Casanova durante el sitio de Barcelona para evitar la implantación de la monarquía borbónica y asentar la austriaca. Para el tradicionalismo, la soberanía procede de Dios, no del pueblo o de la nación. La justificación de la ley es religiosa. No emana de la nación ni de la mayoría de votos.
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Los presuntos tradicionalistas de hoy, como el obispo de Solsona, los clérigos de Monserrat y los sacerdotes que escriben misivas al Papa ignoran que el nacionalismo es una invención totalitaria del liberalismo-romántico. No es tradicionalismo, porque es un sustitutivo de la religión. La multiplicación de divorcios, la pérdida de feligresía, la división de las conciencias, el aumento de los abortos en Cataluña, la comunidad donde más ha descendido la práctica religiosa en España junto con el País Vasco, no es casual. El nacionalismo es un virus que sustituye a la religión por la casta que lo abandera.
Para el tradicionalismo, el voto no es la fuente del poder político. Eso fue lo que condenó el Syllabus y a lo que también se refería el clérigo tradicionalista Sardá y Salvany cuando sentenció que “el liberalismo es pecado”.
Entonces, el obispo de Solsona, en una homilía que circula por las redes para escándalo de los feligreses españoles, “cristianamente” enfrentados por el secesionismo, propugna el independentismo ante sus parroquianos, porque entiende que la nación es el pueblo y el pueblo y la patria están por encima de la ley injusta del Estado, que nos hemos dado entre todos. Ni siquiera ha entendido la última Declaración de la Conferencia Episcopal, tal vez porque se trata de la Conferencia Española, donde se distingue claramente en los párrafos 3 y 4, entre “pueblo” y “pueblo soberano”.
Sin adjetivos añadidos, las palabras tienen significaciones que engloban matices. Por supuesto, “pueblo”, “patria” o “nación” pueden emplearse como sinónimos. Y así lo hace la última edición del Diccionario de la Lengua Española. Siempre hay que recurrir al adjetivo para comprender la definición conceptual. La nación en el liberalismo es “el pueblo soberano”. Probablemente sea mucho pedir al obispo y a los sacerdotes suscriptores del independentismo que entiendan que el sentido liberal de “nación” procede de la noción liberal de autonomía personal, no de la soberanía divina encarnada en el derecho del pueblo. El nacionalismo es un producto del Nuevo Régimen nacido de la Revolución Francesa, no de la alianza tejida en el Viejo Régimen entre el Trono y el Altar.
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“Nación”, aisladamente, se usa como sinónimo de “pueblo” o de “país”. Pero como expresión definida en la ciencia política se refiere a “pueblo soberano”. La nación es el pueblo soberano. No es preexistente. Se constituye por la decisión expresa de personas soberanas libres e iguales. El Estado es depositario de esa soberanía constituida como “nación” o “pueblo”. Es “soberano” a partir de la decisión constituyente de ciudadanos autónomos. No es la nación histórica, ni la cultura transmitida, ni la tradición vivida a través de una cultura o expresada en una u otra lengua, como lo es para el tradicionalismo. Historia, cultura y tradición son amparadas al asegurarse la autonomía y libertad de personas que tienen una historia, expresan una cultura y viven una tradición.
La noción de soberanía nacional es adjetiva, depende del reconocimiento de la soberanía personal, que es sustantiva. No se antepone a ella, sino que es su consecuencia. La soberanía nacional se supedita a la personal. Eso es liberalismo.
Si la soberanía individual se supeditase a la nacional, sería totalitarismo.
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Eso es lo que ocurre con el nacionalismo, lo predique el obispo de Solsona, el monje de Monserrat, la CUP o una coalición de Puigdemont. Es lo que proscribía el clérigo Felix Sardá, autor de El liberalismo es pecado. Era tradicionalista, no nacionalista. Lo que expuso el venerable Torras i Bages en su libro La tradición catalana. La confusión entre uno y otro es el fruto de la sustitución de la religión por la ideología nacionalista, que subordina la soberanía personal a la voluntad de una facción que se proclama representante de la totalidad. Sustitución a la que tan inocentemente sirven o de la que cándidamente se contagian muchos clérigos ignorantes de que dan al César lo que es de Dios, mientras creen dar a Dios lo que es del César.
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