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El fugaz hechizo de la nueva política se rompió cuando Podemos y Ciudadanos colisionaron

Javier Redondo | 14 de diciembre de 2017

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‘Nueva política’, la noción surgida durante la campaña electoral de 2015, se presentó como un proyecto transversal y purificador que exigía un relevo generacional. Mientras Podemos declaró el fin del “régimen del 78”, Ciudadanos reivindicó su naturaleza pactista. Cuando las posturas de los dos partidos emergentes chocaron, el concepto se desvaneció.

Se cumplen dos años desde que se acuñó una expresión que hizo fortuna. Hoy está en desuso. Se convirtió en la noción fetiche de los partidos emergentes durante la campaña de las generales de 2015. Ellos representaban la ‘nueva política’ frente a PP y PSOE, que encarnaban la ‘vieja’, caracterizada por el chalaneo, el tongo y una falsa rivalidad. La puso en circulación Podemos. Su vocación divisiva comenzó con la propuesta de fracturas amables, tanto que Ciudadanos y el PSOE de Sánchez la recibieron con entusiasmo.

El 15-M, las elecciones europeas de 2014, el congreso fundacional de Podemos -celebrado en la plaza de Vistalegre en octubre de 2017- y las municipales de 2015, que dieron lugar a los llamados ‘Ayuntamientos del cambio’, constituyeron la forja de la locución en su versión remasterizada. Sus orígenes remotos se remontan a 1914, cuando Ortega y Gasset pronunció en el Teatro de la Comedia de Madrid una conferencia con el título “Vieja y nueva política”. Ortega pretendía inyectar energía y entusiasmo en la decadente y alicaída sociedad y política nacional, anunció la muerte del sistema de la Restauración y convocó a una nueva generación al proyecto revitalizador.

El ‘neocaudillismo’ de la nueva política

Con tan distinguido padrino y precedente, la nueva política no podía suponer, justo un siglo después, amenaza alguna. Al contrario, parecía aportar toda la frescura y el oxígeno de los que carecía el renqueante bipartidismo. Sin embargo, escondía una trampa: lo nuevo y lo viejo respondía a la división entre lo limpio y lo corrupto, la gente y la casta, los de abajo y los de arriba, la democracia y la tecnocracia. En definitiva, entre lo admisible y lo inadmisible. La nueva política se ofreció para sustituir el parlamentarismo por una suerte de ‘neocaudillismo’ en el que el líder era el único interlocutor con el pueblo. Introducía, con almíbar y a lomos de la crisis, antagonismos y conflicto. Permitió a Podemos identificar al sistema político y su funcionamiento como causantes de los ajustes, empobrecimiento de la sociedad y deterioro de la economía, sin renunciar a la transversalidad.

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Con estos mimbres, la nueva política se convirtió en el eje sobre el que pivotó la campaña electoral de diciembre de 2015. Por fin, Rivera sucumbió a la tentación, picó el anzuelo y blanqueó a Iglesias: “Como esto siga así, Pablo, nos presentamos juntos”, declaró en un programa de televisión horneado al gusto de Iglesias en octubre. La nueva política irrumpió en la precampaña. Los candidatos se arremangaron, se tutearon y colgaron sus chaquetas en la percha. Comenzamos a intuir que la nueva política era ‘performance’, moda, personalismo y espectáculo.

Alcanzó su clímax a finales de noviembre de 2015. La nueva política se reconocía purificadora, participativa, virtuosa, urbana, transversal, regeneradora y exigía un relevo generacional. Proponía una renovación estética -como todas las iniciativas antipolíticas- y mucha más democracia interna en los partidos. Pretendía acabar con el “turnismo” y proclamó su voluntad constituyente. Durante esa campaña electoral, mostró su rostro más amable: reclamó una Segunda Transición. Mientras Podemos declaró el fin del “régimen del 78”, Ciudadanos reivindicó su naturaleza pactista. Aquel 23 de noviembre, la asociación de estudiantes de la Universidad Carlos III de Madrid ‘Demos’ convocó a Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias a un debate preelectoral. Solo acudieron Rivera e Iglesias. ¡Bingo! Estrecharon sus manos como gladiadores y se desafiaron entre consignas y declaraciones tan vaporosas como electrizantes.

Nueva política, mayor umbral de exigencia

Durante la campaña, Rajoy se negó a debatir en pie de igualdad con formaciones que no tenían representación parlamentaria. Y Sánchez, muy a su pesar, también renunció mientras buscaba hacerse un hueco entre lo nuevo y ganarse el plácet de Iglesias. A tres días de las elecciones, el sociólogo y candidato socialista al Congreso -hoy diputado- Ignacio Urquizu publicó una tribuna en El País titulada “¿Qué es la nueva política?”: “Básicamente, ni todo lo nuevo es tan nuevo, ni el pasado está tan mal”. Urquizu incidió en la brecha generacional y tecnológica existente, pero concluía que lo que caracterizaba en todo caso la nueva política era que la sociedad había subido el umbral de exigencia; en absoluto tenía que ver con el “adanismo, la juventud o la comunicación a base de frases breves y contundentes”. O sea, desnudó a su inspirador sin derogar la noción.

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Al final, la nueva política se convirtió en un recurso, un blindaje. Los partidos emergentes, por el hecho de serlo, la abanderaban sin necesidad de someterse a peritaje ni a criterios verificación. En plena posmodernidad, su carácter rompedor la dotaba de contenido sin especificar en qué consistía exactamente. Políticos de todos los partidos emplearon el término con deleite y alborozo. Rajoy nunca se sumó al coro.

Sus promotores introdujeron nuevos temas en la agenda, renovaron el lenguaje político y algunos hábitos. Sin embargo, el impasse político que se prolongó durante casi un año contribuyó a su progresivo abandono y apresurado declive. Para Rivera, consistía en la regeneración y recuperación de la cultura del pacto; para Iglesias, en una enmienda a la totalidad al parlamentarismo. Cuando ambos chocaron aparatosamente, la nueva política se desvaneció.

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