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Por qué el independentismo catalán es fascista y el nacionalismo español, democrático

Luis Núñez Ladevéze | 03 de julio de 2018

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Y Torra cogió su fusil… amarillo La inevitable refundación del centro-derecha La manifestación independentista o la demostración de la locura separatista El interrogatorio a Trapero evidencia el delito de sedición Cuando Trump encontró a Kim… y no pasó (casi) nada Franco enterrará a Sánchez: la inhumación en El Pardo es el enésimo engaño

El nacionalismo identitario, propio de políticos como Quim Torra o Carles Puigdemont, tiene mucho de xenófobo y excluyente y, por lo tanto, mucho de fascista. Existe otro nacionalismo, constitucional, basado en la soberanía personal y la tolerancia.

En una serie de televisión australiana un personaje aseguraba que unos espías chinos torturaban a un compatriota disidente refugiado en Canberra. “Eso es lo que hace un Estado fascista”, comentaba. ¿China, un Estado “fascista”? Obviamente es un Estado comunista. Tal vez fuera un desvío prejuicioso del traductor, pero no accedí a la versión original para comprobarlo. Es lo de menos. Lo de más es que cualquier día podremos oír a alguien de Podemos, en su afán de distanciarse de las evidencias, que reniega de Nicolás Maduro “porque es fascista”. Pero es tan escasamente fascista como el régimen chino, el coreano, el nicaragüense o el cubano.

La lucha contra la ideología es también guerra sobre el uso de las palabras. La lengua es tanto un medio de comunicación como sirve al filibusterismo, decía Ortega y Gasset. Se miente cuando no se aplican las palabras para designar circunstancias o realidades que no corresponden al significado. Ocurre descaradamente con la palabra “fascismo”. Los más “fascistas” se encubren llamando fascistas a los que no lo son. Es táctica actual del nacionalismo identitario. Que el señor presidente de la Generalidad de Cataluña tilde de mentiroso al embajador Pedro Morenés forma parte de una estrategia fascista.

El embajador @SpainInTheUSA explicó la realidad de nuestro sistema político, ningún embajador de #España puede permanecer impasible ante los ataques que el señor Torra dirigió a nuestro país y a nuestro sistema democrático

— Josep Borrell Fontelles (@JosepBorrellF) June 28, 2018

Para insultar a alguien basta con llamarlo “fascista”. Si se le llama “comunista”, pareciera que el reproche es menor. Pero ambos significados quedan enlazados por nutrirse de la misma pretensión totalitaria. No hay diferencia entre lo que se haya aportado de horror, infamia o crueldad históricas bajo uno u otro nombre. Fascismo o comunismo, ¿qué más da? Totalitarismos de uno u otro signo se dan la mano al producir las mismas terroríficas consecuencias. Basta con leer a Hannah Arendt para comprenderlo.

La lucha contra las palabras tropieza siempre con la dificultad de establecer definiciones. Félix Ovejero comenta esta dificultad a propósito de la expresión “nacionalismo”. No todos los nacionalismos son iguales, asegura con razón. No es igual el racista, xenófobo, de Quim Torra y Carles Puigdemont, que el constitucional, patriótico o republicano, de Mariano Rajoy, Albert Rivera y Pedro Sánchez (al menos, mientras no condesciendan con las pretensiones unilaterales del preponderante fascismo que ahora puebla nuestro suelo común).

Cierto, los nacionalismos no son iguales. Uno “fascista”, otro “democrático”. Pero, como cada cual utiliza las palabras como quiere para enlazar lo que significan con lo que pretenden designar, es difícil andar entre las sutilezas de las distinciones. Para ilustrarlo, Ovejero comenta que Pablo Iglesias, al dirigirse a Albert Rivera en el Congreso, lo llamó “falangista” como si fuera más insultante que llamar a Iglesias “peronista”. Lo cierto es que llamar a Iglesias “peronista” es más apropiado que llamar a Rivera “falangista”, pues Rivera ni lo es ahora ni lo fue nunca, mientras que de Iglesias, lo más que podemos decir, mientras no se desdiga, es que no sabemos qué es ahora, pero sí sabemos lo que hasta hace poco fue.

La dificultad que entraña un uso apropiado de la palabra “nacionalismo” procede de que establece una simetría aparente entre un “nacionalismo catalán” y un “nacionalismo español”. Simula que el problema catalán es resultado de una confrontación entre nacionalismos diferentes, el español y el catalán, que tratan de imponer identidades incompatibles, la catalana y la española.

Nacionalismo identitario y nacionalismo constitucional

Para diferenciarlos, recurre Ovejero, como debe ser, a los adjetivos, ya que especifican el significado del nombre. Distingue entre “nacionalismo identitario” (el catalán) y el “nacionalismo constitucional” (el español). Pero el problema surge al usar la expresión “español”. Si uno es “catalán” y otro “español”, parece que se asume un conflicto entre identidades análogas.

Es preferible buscar la diferencia en otro lugar para sacar la pelota de este campo de juego propicio a confusiones. Si se centra en dónde radica la soberanía democrática, las cosas se ven más claras. En las democracias las colectividades no votan, los grupos no votan, las razas no votan, las lenguas no votan. Votan las personas reconocidas como ciudadanos que hablan y opinan. Y votan las personas porque la identidad personal es sustantiva, intransferible e insustituible. Todas las demás identidades son adjetivas, secundarias y sentimentales. El voto no hace democracia si no en la medida en que las consecuencias de un resultado electoral, cualquiera que sea, no tengan por objetivo limitar la soberanía personal que el voto enuncia. Solo si el voto es expresión de una identidad personal soberana tiene valor democrático. Las opiniones personales hacen opinión pública. La opinión pública no hace la personal, solo la condiciona o la reprime.

Jürgen Habermas comprendió que una nación, un Estado, una regla de conducta, no ofrece un atractivo suficiente para generar sentimientos de arraigo y adhesión como los patrióticos. Para alimentar ese vacío recurrió a la expresión de “patriotismo constitucional”.

¿Dónde está la Cataluña abierta y plural? El nacionalismo radical es totalitario y excluyente

El patriotismo constitucional se llena de sentido si se comprende como fruto de la soberanía personal. Los sentimientos son privativos de cado uno. Cada cual tiene los propios, los defiende o expresa como los siente o porque quiere, siempre que no impida la soberanía del otro para sentir y expresar los suyos. Son respetables mientras se ajusten a la ley que administra la tolerancia recíproca conviviendo democráticamente. Entonces, la libertad de cada ciudadano para expresar, vivir conforme a sus sentimientos y defenderlos libremente en la plaza pública es el medio de transmitir los arraigos históricos, las raíces familiares, las creencias religiosas, los nutrientes afectivos familiares y patrióticos. La soberanía personal, es decir, el reconocimiento de la capacidad de la persona para autodeterminarse, excluye, por superflua, la apelación a cualquier otra autodeterminación adventicia.

Una Constitución democrática es la ley pactada por personas que han decidido constituirse como Estado al ejercer su capacidad de autodeterminarse. Se constituyen como ciudadanos al obligarse a cumplir una regla de convivencia colectiva: es Constitución mientras preserve, asegure y ajuste a derecho la soberanía de cada ciudadano para opinar, vivir conviviendo y planear su vida. Cada cual aporta su historia, sus motivos, sus adhesiones, su lengua, su tradición. Cada cual se manifiesta y vive a su manera. Desde el seno íntimo de la familia hasta el espacio abierto de la comunidad política aglutinada por la regla constitutiva del Estado.

El contenido de una Constitución como la española es garantía para que cada ciudadano pueda vivir libremente de acuerdo con sus precedentes y preocupaciones vitales. Incompatible con las excitaciones impositivas del excluyente Torra y con la insolidaria unilateralidad del tránsfuga Puigdemont. Son “fascistas” en el sentido más propio de la palabra. Nosotros no.

Imagen de portada: Protestas en Cataluña, el pasado mes de abril, durante la visita del Rey Felipe VI | Agencia EFE
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