Hay jinetes de luz en la hora oscura
Carlos Pérez del Valle | 03 de mayo de 2018
Benjamin N. Cardozo, un mítico juez del Tribunal Supremo norteamericano de los años 30 del siglo XX, decía que un juez no debe dar eficacia a su propia escala de valores, sino a la escala de valores que le revela la lectura de la mentalidad social. Con estas palabras quería acentuar que el juez no decide de acuerdo con sus propias convicciones, sino conforme al derecho; pero también que las decisiones del juez deben enmarcarse en una sociedad concreta. Esta visión de la sociedad era deudora de la tradición y de la historia, que son el contrapeso a la lógica del derecho.
En ese sentido, quisiera intentar un enfoque sereno del debate en torno a la denominada “sentencia de La Manada”, más allá de la consideración de si en el caso concreto existió o no intimidación. Entre otras razones, es necesario atender a las propias características de nuestro sistema judicial: con seguridad, será recurrida la sentencia en casación, y precisamente la misión genuina del recurso de casación es la decisión sobre la aplicación del derecho y, mientras el Tribunal Supremo no adopte una decisión al respecto, carecen de sentido manifestaciones apocalípticas que ponen en duda la estabilidad del sistema judicial e incluso la honestidad de quienes lo sirven. El alegato irreflexivo no cabe como argumento, y de forma más evidente cuando se mezcla con fines ideológicos en la discusión sobre derecho y sobre aplicación del derecho.
En todo caso, es necesario fijar un foco central del debate para efectuar un análisis racional: la diferencia entre la agresión sexual y el abuso sexual se encuentra, sencillamente, en la forma en la que se actúa contra el consentimiento de la víctima, y sobre este tema se desarrolla toda la discusión pública. Pero la diferencia de penas entre ambos delitos no es excesiva cuando, como en este caso, ha existido lo que la ley denomina “acceso carnal”: de cuatro a diez años de prisión, en el abuso sexual, y de seis a doce años de prisión, en la agresión sexual. La pena solicitada por el fiscal y por las acusaciones era de dieciocho años de prisión por la agresión sexual como delito continuado (en el caso de la acusación particular y de la acusación popular: dieciocho años y nueve meses), mientras que la pena impuesta ha sido de nueve años por un abuso sexual como delito continuado. La discrepancia entre estas penas solicitadas, cuando se comprueba que la pena entre abuso y agresión no es tan distinta, es, a mi juicio, lo que exige una explicación. La aplicación de la figura del delito continuado permite aplicar una pena que se encuentra, en el caso de las agresiones sexuales, entre nueve y dieciocho años de prisión; y, en el caso de los abusos sexuales, entre seis y quince años de prisión.
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En realidad, esta perspectiva muestra dos aspectos que, en el debate público, han pasado inadvertidos: la cuantificación de la culpabilidad de los acusados y la figura del delito continuado aplicada a los delitos sexuales. A la primera cuestión me he de referir ahora, porque la segunda es asumida de forma acrítica por las acusaciones, que ninguna reflexión incluyen sobre la aplicación de esta única pena para varios hechos, que la misma ley prevé, pero no impone.
Cuando el tribunal incide en la determinación de la pena de los acusados, subraya “la gravedad de la culpabilidad de los acusados” y la “mayor reprochabilidad”, que apoya en la jactancia y la presunción que muestran las grabaciones de imágenes y el mismo hecho de grabarlas. Me permito una ficción sobre este punto que, aun siéndolo, no carece de presupuestos lógicos: si el tribunal hubiera condenado por agresión sexual y, en la determinación concreta de la pena, hubiera seguido este mismo criterio, hubiera impuesto la pena de -aproximadamente- once años de prisión, más lejos de la solicitada por las acusaciones que de la realmente impuesta. En mi opinión, este es un problema crucial, porque es consustancial a la labor de los jueces la medida de la culpabilidad del sujeto al que la pena se impone. Si hay algo que, en este caso y tal como es relatado en la sentencia, resulta especialmente difícil de entender, es la actitud de los miembros del grupo: la culpabilidad es, a mi juicio, el desprecio por el derecho y, por tanto, por el bien común, que es también el bien de cada uno de los individuos. La depravación moral de quien alardea de este desprecio debe ser castigada y la ley, como he indicado, ofrece también la oportunidad de hacerlo en una medida proporcionada, incluso aunque se entendiera -cuestión en la que el relato de hechos probados deja, a mi juicio, algunos aspectos para la controversia en el recurso ante el Tribunal Supremo- que se trata de un abuso sexual. Pero, en cualquier modo, se trata de una discusión sobre la pena proporcionada, y este marco -aunque no se comparta- ha sido ya señalado por el tribunal.
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No obstante, de nuevo se trata de una cuestión jurídica que no debe sumergirse en lo ideológico. Y la historia, como el límite que marcaba Cardozo, muestra que esto es así. En el Código Penal de 1944 -que desde luego no sería un texto defendible en políticas de género-, el caso juzgado hubiera sido calificado de violación, porque la ausencia de conciencia y la intimidación o la violencia formaban parte de los presupuestos del delito; pero precisamente este Código permitía, en delitos sexuales, una eficacia del perdón de la víctima que hoy nos resultaría incomprensible. Por cierto, no debe olvidarse que el cambio en la estructura de los delitos sexuales del Código Penal de 1995, que implicaba una banalización de las relaciones sexuales consentidas de menores, hoy en parte corregida, tiene bastante que ver con lo que hoy es criticado. En este aspecto, como en los límites de la cuantificación de la culpabilidad del autor, se efectúan valoraciones morales: si esto se ignora, la decisión justa es imposible.