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Internacional

Jerusalén, la eterna y controvertida capital de Israel . Trump acepta los hechos consumados

Pedro González | 14 de diciembre de 2017

Internacional

Monchito de Pensilvania Marcial Cuquerella: «La noche electoral, Trump estaba ganando por 900.000 votos en algunos estados antes de que se detuviera el recuento» «God bless America» Rituales Brexit, el desenlace Las puertas del infierno y los desafíos del Papa para 2021

El presidente estadounidense Donald Trump, a diferencia de sus predecesores, ha decidido aceptar los hechos consumados y reconocer a Jerusalén como la auténtica capital del Estado de Israel. Esta manifestación del mandatario americano ha provocado que desde Hamas se llame a la tercera intifada.

Hasta 600 veces se cita en la Torah a Jerusalén, lo que certifica la licitud de que Israel la reclame como su “capital eterna”. Y así, con la mayor naturalidad, desde su fundación en 1948 el Estado de Israel instaló en la ciudad tres veces santa todas sus instituciones democráticas: Parlamento, Gobierno y Tribunal Supremo de Justicia. Ese establecimiento tal vez hubiera sido distinto si los palestinos hubieran aceptado la resolución de Naciones Unidas de 1947 que decretaba la conformación de dos Estados, mientras que Jerusalén quedaría bajo control de la propia ONU.

La primera guerra árabe-israelí, desencadenada a raíz de la no aceptación de aquella resolución, se saldó con la ocupación por Israel de todo el territorio, incluida la parte occidental de Jerusalén. Sería a la conclusión de la Guerra de los Seis Días (1967) cuando un Israel enfrentado a todo su perímetro exterior árabe (Siria, Egipto y Jordania) los derrotaría y acabaría ocupando también la parte oriental de Jerusalén, además de Cisjordania, Gaza, los Altos del Golán y la península del Sinaí.

Abás renuncia a los Acuerdos de Oslo por la decisión de EEUU sobre Jerusalén https://t.co/bsS5MFRooM

— EFE Noticias (@EFEnoticias) December 13, 2017

La ocupación de hecho de Jerusalén este, en donde se enclava el meollo del conflicto, significaba también la anexión de la Ciudad Vieja, es decir, el espacio en el que tienen sus raíces las tres grandes religiones monoteístas: el Muro de las Lamentaciones, residuo del destruido Templo de Salomón; el Gólgota y el Santo Sepulcro, símbolos de la Redención para el cristianismo; la Explanada de las Mezquitas, con el Domo y su cúpula dorada, en recuerdo del lugar desde el que el profeta Mahoma se considera que ascendió a los Cielos, considerado el monumento en pie más antiguo de la religión mahometana.

El delicado equilibrio político-religioso motivó que, a instancias de la propia ONU, la práctica totalidad de la comunidad internacional dispusiera que sus embajadas en Israel se situaran en la capital económica del país, la costera Tel-Aviv, reconvertida de pueblo de pescadores en una urbe populosa y moderna. Una forma perifrástica de mantener el statu quo, en espera de que algún día se concluyera un acuerdo israelo-palestino que diera solución a todos los contenciosos surgidos desde aquel rechazo árabe a la existencia misma del Estado de Israel.

Estados Unidos, el aliado y protector de Israel por antonomasia, sometió a la votación de su Congreso en 1995 la llamada Embassy Act, por la que se instaba al Ejecutivo a cambiar la sede de su embajada de Tel-Aviv a Jerusalén. Presidía el país entonces el demócrata Bill Clinton, pero la votación tanto del Senado (93 votos a favor y 5 en contra) como de la Cámara de Representantes (374 favorables, frente a 37 contrarios a la adopción de la ley) demostró una mayoría aplastante entre republicanos y demócratas inclinados a que la legación norteamericana se trasladara a la Ciudad Santa.

Una decisión pospuesta hasta que llegó Trump

Desde entonces, y han pasado por lo tanto veintidós años, ninguno de los sucesivos presidentes de Estados Unidos –el propio Bill Clinton, George Bush y Barack Obama– había dado curso a la orden del Congreso, limitándose a renovar cada seis meses una prolongación de la situación, en espera teóricamente del tan ansiado acuerdo israelo-palestino.

Así ha sido hasta que el fogoso Donald Trump ha decidido aceptar los hechos consumados y reconocer a Jerusalén como la verdadera capital del Estado de Israel, eso sí, sin prejuzgar los límites en que la ciudad pueda dividirse en el futuro ni los hipotéticos acuerdos a que puedan llegar las partes implicadas, si es que algún día se deciden a reanudar e incluso concluir las negociaciones de paz.

Los trabajos inherentes al traslado de la embajada norteamericana pueden llevar años, según reconocen los voceros de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Pero el movimiento ha sido suficiente para enfrentar de nuevo a Estados Unidos con la Unión Europea.

Solución UE: dos Estados y cocapitalidad

Por boca de la jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, supo de la negativa tajante de los aún 28 integrantes de la UE (Reino Unido incluido) a cambiar sus sedes. Con inusitada unanimidad, los europeos abogan por lo que denominan “la única solución realista: dos Estados y cocapitalidad de Jerusalén de ambos, el israelí y el palestino”.

No parece, sin embargo, cercano el día en que podamos contemplar dicha solución. Lo de los dos Estados está cada día más difícil. Implantado supuestamente en la actual Cisjordania el palestino, este territorio está cada vez más salpicado de colonias judías, que se incrustan y se extienden asimismo fuera de los viejos límites del Jerusalén oriental. El desarrollo de los servicios anejos a esos bantustanes (vallas y muros de seguridad, carreteras que faciliten la continuidad en la comunicación entre las propias colonias, abastecimiento de agua a las mismas, etcétera) supone nuevas barreras difíciles de sortear para llegar a un hipotético acuerdo definitivo de paz.

De momento, Israel hace frente a una nueva intifada palestina en protesta por la decisión de Trump. Un movimiento de resistencia que se advierte, por ahora, mucho más débil que en las dos intifadas anteriores. El apoyo a esta sublevación por parte del partido-milicia libanés Hezbolá, considerado como el brazo armado de Irán en la frontera con Israel, puede empeorar mucho las cosas.

La práctica totalidad de las fuerzas políticas israelíes está de pleno acuerdo en no tolerar que Irán extienda su poder e influencia por todo Siria, Iraq y Líbano, una vez derrotado el Daesh, denominación árabe del fenecido Estado Islámico. En el fondo está el choque entre Irán y Arabia Saudí por la supremacía en Oriente Medio. Pero Israel no está dispuesto en ningún caso a ser la víctima de tal enfrentamiento. Los que en cambio sí pueden ser los más damnificados de este posible rediseño violento de la zona son, obviamente, los palestinos.

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