Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis Núñez Ladevéze | 21 de agosto de 2017
Se han escuchado o leído estos días juicios muy razonables, aunque, a mi entender, muy desorientados, sobre el ataque sufrido en Barcelona. Opiniones parecidas a las que se difundieron cuando las masacres de Charlie Hebdo, Niza, Berlin y Londres. Calificaciones que revelan confusión en los comentaristas.
Una periodista barcelonesa en Radio Nacional llamaba “locos” a los asesinos de Las Ramblas y Cambrils. En otra tertulia se decía que no todos los musulmanes son yihadistas. Los propios musulmanes insisten en sus elogiables manifestaciones que hay que distinguirlos de los radicales. Observaciones llenas de sentido común: no es posible generalizar a todos los seguidores del Corán lo que solo motiva a unos pocos “desalmados”. La mayoría de creyentes comparte sentimientos de humanidad y compasión. Mil quinientos millones de musulmanes no son, no pueden ser, cómplices terroristas.
No cabe disentir de apreciaciones tan razonables. El problema está en que las palabras que se asocian para expresarlas delatan la desorientación de quienes las usan. Reflejan la mentalidad de la persona que opina, su ignorancia de las motivaciones que alientan a los criminales. No comprenden el trasfondo que mueve al yihadismo. Interpretan la mentalidad islámica a través de una mentalidad cristiana, expresa o secularizada. Proyectan los propios sentimientos para explicar los ajenos.
No cabe disentir de apreciaciones tan razonables. Pero las palabras que se asocian para expresarlas reflejan la mentalidad de la persona que opina, no las motivaciones que alientan a los criminales. Proyectan las propias convicciones para explicar las ajenas.
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— Antena3Noticias (@A3Noticias) August 19, 2017
No es verdad que a un lado estén los yihadistas y, al otro, quienes sufren su barbarie. No los radicales fanáticos a un lado y, al otro, los musulmanes pacíficos, los cristianos, los ateos, los budistas, que sufren conjuntamente su beligerante intolerancia. No las buenas personas unidas, sean o no musulmanes frente a yihadistas, enemigo común de la humanidad. El yihadismo es una actitud intrínsecamente islámica. Una versión religiosa del mismo tipo de fanatismo que trata de legitimar una ideología totalitaria.
La guerra de cada uno contra su vecino es constitutiva del Islam desde sus orígenes. Desde Mahoma no ha cambiado la rivalidad entre intérpretes de un texto recitado en una noche, pero rectificado durante dos siglos a conveniencia de los distintos califatos. No nació como doctrina de paz, sino como religión guerrera. Una adulteración belicosa del Viejo Testamento, no una redención misericordiosa a través del Nuevo. Desde entonces hasta hoy, su caldo de cultivo ha sido la confrontación entre las pretensiones expansivas de los distintos califatos para controlar el texto divino.
El yihadismo no es una interpretación carnicera extraña al Corán, sino una manifestación literalmente ajustada que no contextualiza sus preceptos. Los yihadistas no son “locos fanáticos”, ni “descerebrados”, son fanáticos con cerebro, nada “locos”. Un “loco” no es plenamente consciente de los impulsos que le mueven; el fanático los comprende perfectamente y los aplica sin concesiones, ya se ampare en la religión, en la nación o en la ideología. Cuando los llamamos “locos asesinos” no expresamos lo que son, sino que tratamos de comprenderlos a través de nuestra incomprensión. Como todos somos personas, propendemos a ser sensibles ante una carnicería. Naturalmente, los musulmanes de buena fe se escandalizan de la barbarie. Mil quinientos millones de musulmanes no van a ser insensibles a una crueldad ilimitada. Tampoco lo fueron cincuenta millones de alemanes o doscientos millones de soviéticos. Pero la cuestión no se reduce a que unos locos fanatizados decidan masacrar al adversario en nombre de una religión literalmente interpretada. Los musulmanes vienen sufriendo en sus carnes la inveterada rivalidad de las ortodoxias enfrentadas. La guerra interna se extiende desde Irán y Afganistán, a Siria y Turquía hasta el Magreb. Pensar en destituir a Al-Asad es tan ingenuo como creer que la “Primavera Árabe” fuera a traer la democracia, o que bastaba con sustituir en Libia o Iraq al déspota de turno para apaciguar al Islam. El autoritarismo político religioso es sustantivo en el Corán, como el totalitarismo ideológico lo es en el nazismo, en el maoísmo o en el marxismo-leninismo. No es para sorprenderse que a veces prenda la complicidad entre afinidades totalitarias.
El Islam es doctrina y cultivo teocrático. Por sentirse ahora culturalmente amenazada, recurre a la autodefensa. A comienzos del siglo XIX, toma conciencia de su inferioridad ante el pensamiento occidental. En el XXI, se defiende de la contaminación por un régimen de convivencia incompatible con la proyección política, autoritaria y jerárquica de su religiosidad.
Tras la toma de conciencia de la superioridad occidental, el Islam encuentra, inesperadamente, la posibilidad de utilizarla a su servicio. No es un designio político. Es una manera de concebir la vivencia de la religión. Penetra por multitud de grietas y fisuras en la sociedad humanitaria que la acoge. Se vale de la firmeza de la creencia frente al frágil relativismo de puertas abiertas de la democracia. No son los yihadistas, sino el petrodólar de los wahabitas saudíes, de los qataríes, de los emiratos, los que financian la construcción de mezquitas, alientan las fatuas de los ayatola, promueven sus imanes, pretenden imponer la versión suní doblegando a la chií, o viceversa. Expandir su culto a Occidente es la nueva faceta de esa lucha permanente entre versiones incompatibles del Islam.
Quien se ha socializado en una mentalidad cristiana está tácitamente compenetrado con el mandato de fraternidad universal, de igualdad de las personas y de libertad de conciencia: el que esté libre de pecado que tire la primera piedra y que el apedreado ponga además la otra mejilla. Pero en el Corán la yihad tiene un sentido tan religioso como organizativo. Mantener la supremacía de la sharía sobre la ley, del fiel sobre el infiel, del hombre sobre la mujer. Allí donde se instale el Corán, el delito pasa a ser pecado y el pecado pasa a ser delito.
“Mataría a todos los infieles, solo dejaría a los musulmanes que siguiesen la religión”, no es una frase atolondrada de un terrorista adolescente que acaso arrolló con su furgoneta a los infieles que paseaban por Las Ramblas, es un sentimiento que comparten millones de musulmanes cuando conviven entre nosotros para enfrentarse entre ellos. Los yihadistas son un peligro para sí mismos, no porque el yihadismo sea un enemigo común a todos los pacíficos, sino porque las interpretaciones coránicas surgidas de Mahoma son inconciliables desde su origen.
El yihadismo no ha penetrado en Occidente por afán de unos locos sanguinarios, sino porque es una versión literal de la creencia islámica. No está fuera del Corán, sino dentro. Por eso no se atajará con declaraciones de principio ni aspavientos voluntaristas como “no tenemos miedo”. Se reproduce como una hidra, en la seguridad de que abre un camino a una expansión que se inocula por muchos medios.
En alguna tertulia se dijo que la formación de guetos era un caldo de cultivo del yihadismo. ¡Qué ingenuidad! No hay forma de evitar que los integrantes de grupos migratorios tiendan a ayudarse entre sí concentrándose en barrios donde puedan reconocerse y convivir de acuerdo con sus normas y costumbres. Lo incompatible con la democracia no son solo los yihadistas, sino la ortodoxia islámica. Porque los musulmanes no viven costumbres, viven una religión excluyente que no reconoce la reciprocidad ni cuando se les aloja como refugiados.
Como toda religión, el Islam no cuenta con el presente, sino con el tiempo. El único cambio posible es que el Corán se interprete desde la modernidad, que se deje penetrar por ella, la dulcifique, contextualice y suavice. Esa interpretación implica abandonar el absolutismo teocrático, separar política y religión, distinguir pecado de delito, igualar la condición ciudadana del infiel a la del creyente y la de la mujer a la del varón. Tendría que ser más occidental que islámico.
El yihadismo tiene por fin evitar ese reblandecimiento. No se sienten criminales, sino soldados que jalonan un camino para que no acabe en transigencia. La guerra externa del Islam es una exportación de la guerra que mantienen entre sí para imponer una identidad religiosa a la dispar. Una guerra constante desde el origen de su historia que cuenta con el largo plazo. Apenas acaba de trasladarse a Occidente. El Corán está entrando en nuestras vidas, el enemigo está dentro del Corán, aunque no todo el Corán sea nuestro enemigo.
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