Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jorge Martínez Lucena | 28 de junio de 2017
Como afirma John L. Austin en su libro Cómo hacer cosas con palabras, el lenguaje es performativo, es capaz de transformar la realidad e incluso de crearla. Ejemplo de ello lo encontramos en la burbuja mediática catalana, donde se alimenta una determinada concepción del panorama político del así llamado procés. Contra lo que sucede en Madrid, en Cataluña se agrupan las alternativas políticas en dos grandes grupos, que, como en todos los maniqueísmos, sirven para normativizar desde la perspectiva autóctona.
Por un lado, tenemos a los buenos de la película: los soberanistas. No nos engañemos; no son aquellos que consideran que la soberanía pertenece al pueblo español, sino los partidarios de que los catalanes manifiesten su voluntad en el referéndum, porque la soberanía recae exclusivamente sobre ellos. Dentro de este conjunto de adalides de la democracia, se cuentan sensibilidades de lo más heterogéneo: desde aquellos, como Podemos y confluencias, que están a favor de poner urnas pero no de la secesión, hasta aquellos que, cubriendo el arco liberal (PDeCAT), socialdemócrata (PDeCAT y ERC) y populista-comunista (CUP), ejecutarían la desconexión, caso de expresarlo así las urnas.
En el extremo opuesto del campo de batalla mental, haciendo el papel de orcos guiados por el mismísimo Sauron, tenemos a los unionistas, que confluyen en la idea de que España siga unida y que están dispuestos a usar el poder coercitivo del Estado para evitar la expresión del “pueblo”. Pese a la coincidencia en la unidad, los modos de argumentar también son diversos según los bloques. Tenemos, desde el federalismo con reforma de la Constitución incluida (PSC-PSOE), hasta el jacobinismo más afrancesado y centralista (Ciudadanos), pasando por la defensa del constitucionalismo y el statu quo que representa el gobierno español actual (PP).
Así, el discurso político-mediático catalán, introduciendo este esquema en la mente de los ciudadanos, no solo describe la realidad sino que, según la teoría del sesgo de confirmación, lo que hace es transformar los hechos de la actualidad en una interpretación de esta que verifica las posiciones a favor de la libertad y de la democracia (soberanistas) y denuesta las posturas inmovilistas e impositivas (unionistas).
No obstante, pese a lo alarmante de la situación, y contra lo que uno podría pensar, la solución al problemón no parece ser la contrapropaganda. No se arregla nada aplicando igual o más fuerza en sentido contrario desde los medios “unionistas”, esto es, contraponiendo una parrilla lingüística opuesta que permita reinterpretar la realidad en sentido contrario.
Como ha denunciado en varios de sus artículos de La Vanguardia el columnista Antoni Puigvert, son varios los medios de la capital que practican un periodismo abiertamente belicista contra el nacionalismo catalán. Y, curiosamente, estos programas y artículos, convencidos de estar militando en el equipo de la verdad completa en los tiempos de la posverdad, se convierten, ipso facto y sin quererlo, en grandes herramientas del independentismo, porque verifican la profecía pronunciada desde sus púlpitos.
'The New York Times' defiende un referéndum en Cataluña pero rechaza la independencia https://t.co/JWFb2zhR37
— EL PAÍS España (@elpais_espana) June 26, 2017
Si seguimos cada uno con su cantinela, la distancia propia de la guerra de artillería mediática irá confirmando el sesgo de los dos bandos, de modo que cada vez habrá más malinterpretación de los movimientos del “adversario” y más separación de facto entre el ecosistema catalán y el español. Nos descubriremos, día a día, más fracturados, más nosotros y más ellos, lo cual no deja de ser un objetivo “soberanista”.
Por eso, los que somos catalanes y consideramos que la unidad de España es un bien deseable -aunque no por ello se la pueda dar por supuesta eternamente-, vemos este mutuo encerramiento en la propia burbuja mediática -que Lluís Duch y Albert Chillón han denominado totalismo– con gran preocupación. Porque la inmensa mayoría de los independentistas no son enemigos ni mala gente, sino personas que creen realmente que separarse de España va a mejorar su vida.
A este respecto, vale la pena fijarse en la actitud del papa Francisco ante los “otros” (los pobres, los musulmanes, los ortodoxos, los refugiados, los inmigrantes, los que se salen de la “normalidad” social). La propuesta que nos hace es contra-intuitiva, como la que hizo Cristo. Tendemos a pensar que el mejor método para cambiar al otro es el impositivo. Esto deriva de la convicción, un poco pretenciosa y cejijunta, de que poseemos toda la verdad y de que no hay nada en nuestro “modelo mental” susceptible de ser mejorado. Por el contrario, Francisco nos invita constantemente a salir de nuestra zona de confort hacia las periferias. Está convencido de que el otro tiene algo valioso que cada uno de nosotros necesita para ser él mismo, de que nuestra identidad se purifica y se hace más evidentemente verdadera cuanto más acoge al diferente, gratuitamente, sin exigir contraprestación.
Por todo esto, si queremos que, pasados los años, no sean cada vez más aquellos que aplican a la realidad la lente “soberanista”, deberíamos cuidar que el lenguaje utilizado por los medios presuntamente “unionistas” no sea fácilmente reconducible a la parrilla interpretativa del totalismo catalán. Sin renunciar a la unidad de nuestro país, solo en el acercamiento, concreto e histórico, de unos a otros, se puede hacer simbólicamente presente la acogida de España a Cataluña: no como nos hemos imaginado que esta debería ser, sino como es.
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