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‘Vive la différence’: El mayor ataque es tratar de igualar lo que por naturaleza es diferente

Luis Núñez Ladevéze | 06 de marzo de 2018

Nacional

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Hombres y mujeres son sexos diferentes que no se unen para mezclarse, sino para engendrar un miembro de la especie a la que todos pertenecen. Muchos camuflan su capacidad para dividir disfrazándola de democratismo y pretenden igualar lo inigualable. 

Leo en un artículo un título bienintencionado que da que pensar: “Somos diferentes, pero iguales”. Dicho así, es una estupidez, o una contradicción o, en el mejor de los casos, una figura retórica conocida como oxímoron. Pero obliga a pensar, porque lo que calla y no dice tiene mucho de verdadero. Invita a distinguir en qué somos diferentes y a apreciar por qué somos iguales.

Hablando con la responsable de la institución bancaria donde tengo un modesto depósito, mi interlocutora se lamentaba de la tensión con que el lenguaje políticamente correcto se esfuerza por igualar las mujeres a los hombres. Y se hacía esta pregunta: “No todo puede ser igual. Si nos diferenciamos entre hombres y mujeres es porque hay diferencias”. Hay que saber cuáles son, porque aceptarlas forma parte de la dignidad de cada sexo. “Yo no quiero masculinizarme ni que me masculinicen”, se quejaba, “ni me gustaría que el hombre con quien vivo se feminizara o lo feminizasen”. Y añadía: “No soy feminista ni machista, pero el feminismo, tal como lo entienden algunas ahora, es la contracaricatura del machismo que vituperan«.

Igualar lo inigualable

Comparto el punto de vista de mi gestora. Tratábamos la cuestión para amenizar una insípida conversación sobre planes de pensiones, tarjetas de crédito y cuentas corrientes. Ella observaba que hay muchos interesados dispuestos a igualar lo inigualable, porque conviene a sus intereses suprimir las diferencias derivadas del reconocimiento de los sexos. Hay que saltar por encima de las realidades naturales, incluso suprimirlas contra la propia evidencia de su distinción. Imponer, porque satisface su apetito particular, un criterio de igualdad que contradice lo que queda al alcance de la vista y no puede corroborar la simple observación.

Aquella película de Spencer Tracy y Katherine Hepburn, La costilla de Adan, del inigualable George Cukor, confrontaba ante el estrado a dos esposos, rivales por litigar cada uno como representantes de intereses opuestos. Ejemplo de feminismo suave, con el que resulta cómodo estar de acuerdo, terminaba con una exclamación del marido, doblegado ante el jurado por la astucia argumental de una mujer ansiosa de triunfo: “Vive la différence”, exclamó el derrotado. Si también se entiende por feminismo lo que rezuma en la novela de Penélope Fitzgerald llevada al cine por Isabel Coixet La librería, tampoco es arriesgado asumirlo. Mientras las actitudes sobre igualdad y diferencia quedasen en este tipo de muestras, la guerra de los sexos acabaría como deben acabar todas las guerras para que sean incruentas y como deben fraguarse las relaciones entre sexos para asegurar el futuro natural de la especie. Pero, sin saberlo muchos incautos o sabiéndolo los más aprovechados, estamos a punto de entregar el futuro de la especie humana al consumo artificial de un liberalismo amoral que solo beneficia a los económicamente más favorecidos o a los moralmente menos exigentes. Aldous Huxley se anticipó a retratarlo maravillosamente en Un mundo feliz.

El lenguaje políticamente correcto amenaza al Congreso de los Diputados y de las Diputadas

Hace tiempo, el filósofo Jürgen Habermas, en un libro titulado El futuro de la naturaleza humana, se preguntaba “si deseamos vivir en una sociedad insensible a los fundamentos normativos y naturales de la vida”. Las feministas actuales han usado su argumento para oponerse a “los vientres de alquiler”, con razón, aunque no sepan cuál es la verdadera razón para oponerse. Solo han sido sensibles a la parte socialmente igualitarista del argumento, por entender que, al igual que pasa con la prostitución, hay una indignante explotación económica en la que las más débiles se ven tentadas de servir de vientres a quienes pueden permitirse el lujo de comprarlos. Pero Habermas iba más allá: se oponía a la liberación de las prácticas eugenésicas porque, a su juicio, ponen en peligro la igualdad de la raza humana. Podría haber añadido que atentan contra la dignidad de la mujer como animal perteneciente a un mundo natural.

Habermas reflexionó lo que había adelantado el economista James M. Buchanan: “[…] en el futuro, diferentes grupos de seres humanos puedan seguir sendas evolutivas diferentes mediante el uso de tecnología genética. Si tal cosa ocurriera, habría distintos grupos de seres, cada uno con su propia naturaleza”.

Así que distinguir entre en qué somos iguales y en qué nos diferimos hombres y mujeres va más allá de un problema de explotación económica de la dignidad de unas mujeres. Afecta al futuro de una especie natural que corre el riesgo de perder la unidad de su naturaleza. Los ecologistas podrían interesarse. La tecnología genética ya ha irrumpido en la naturaleza común de la especie humana, para fraccionar su unidad y promover artificialmente, no solo la desigualdad racial, sino una discriminación caprichosa regulada por la cuenta corriente.

La paradoja de imponer las diferencias y pretender erradicarlas

Hasta ahora somos iguales por la pertenencia a una especie natural, en tanto en cuanto somos miembros de la raza humana. No nos separan las diferencias raciales económicas o culturales mientras el mestizaje pueda diluirlas. La globalización, la emigración, el libre intercambio, los movimientos migratorios nos igualan en la aventura de ser humanos.

Sin embargo, algunos imponen diferencias mientras presumen de erradicarlas. Los nacionalistas son los que siembran separaciones. Convierten en identidades sustantivas las diferencias históricas, culturales y religiosas. Camuflan su capacidad para dividir disfrazándola de democratismo. Los marxistas trazaron una frontera infranqueable entre clases sociales incomunicables. Comunismo y nacionalismos fueron y son irradiadores de identidades que distinguen mientras hablan de democracia o de igualdad.

Polémica con los vientres de alquiler . El feminismo rechaza la maternidad subrogada

Pero el mayor ataque a la igualdad se embosca cuando se trata de igualar lo que por naturaleza es diferente. Hombres y mujeres somos sexos diferentes que no se unen para mezclarse, sino para engendrar un miembro de la especie a la que todos pertenecemos por ser iguales. Si no se respeta esa diferencia natural, entonces ni la naturaleza valdrá para igualarnos. La ingeniería genética, puesta al servicio de los caprichos de los económicamente más afortunados, diseñará individuos seleccionándolos a medida, predeterminando su coeficiente intelectual, sus rasgos físicos o asignándoles una condición sexual, transexual o amorfa, a gusto del consumidor que pueda pagarlo. Y, como dice Buchanan, el dinero impedirá el mestizaje, creando diferentes grupos humanos que puedan seguir sendas evolutivas diferentes mediante el uso de tecnologías genéticas. Si lo igual es lo naturalmente sustantivo, desaparecerá el nexo que liga el individuo a la especie en que nos reconocemos iguales cuando asumimos nuestra diferencia sexual.

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