Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis Núñez Ladevéze | 02 de octubre de 2017
La palabra “pueblo” se ha puesto de moda para evitar la de “nación”. Si hay “pueblos” sin Estado es porque la mayoría de los pueblos se mezclan en cada Estado. El “pueblo soberano” es el que decide democráticamente las leyes por las que ha de regirse una convivencia ordenada y pacífica dentro del Estado. Hasta la desvaída Declaración episcopal contrapone “los derechos de los diferentes pueblos que conforman el Estado” (3) a lo que “el pueblo ha sancionado en la Constitución” (4). En un párrafo se refiere “a los diferentes pueblos”; en otro, a un único pueblo soberano constituyente. No pueden ser el mismo. Con intención o sin ella, la Declaración Episcopal distingue, sin decirlo, entre los sentimientos históricos de los pueblos y la soberanía del pueblo constituyente nacional.
La expresión “derechos de los pueblos” se concreta en las constituciones democráticas mediante la protección del legado popular a través de los derechos personales. El patriotismo aglutina el conjunto de “bienes” que la Constitución no puede ignorar porque son anteriores al acto fundacional. Solo los Derechos Humanos no están supeditados al pacto constitutivo, pues son los que facultan a los propios constituyentes a reconocerse mutuamente para constituirse. Los constituyentes representan, como dice la Declaración, los “bienes” históricos y culturales de los pueblos. Son las raíces seculares del mundo vital de las personas, transmitidas por el testimonio familiar, religioso, lingüístico, artístico, literario, cultural en el que cada una nace o expresa. “Bienes” vinculados durante el feudalismo a instituciones jurídicas territoriales, sinalagmáticas y patrimoniales de dependencia y vasallaje a reinos, marcas, condados, señoríos, transmisibles por herencia. Derechos transcendidos por los principios universales de igualdad, justicia y libertad.
Al concebir la libertad personal como fundamento de los Derechos Humanos, las constituciones democráticas protegen los territorios donde se articula la convivencia: autonomía para formar la familia, participar en los bienes morales conjuntamente en la parroquia, en el municipio, en la región, en la comunidad. La patria. Si a esos bienes y costumbres seculares se les mal llama “derechos”, son los “derechos de los pueblos” que el Estado asegura reconociendo las libertades personales. A esto se refería Juan Pablo II al distinguir “subjetividad social” de objetividad estatal. Derechos, en realidad “bienes”, que el laicismo dogmático y los totalitarismos de izquierda o de derecha subyugan cuando imponen una religión estatalizada al Estado laico aconfesional. La laicidad como sustitutivo religioso.
Voy a comparecer en el @Congreso_Es y convocaré a las fuerzas políticas para reflexionar sobre un futuro que tenemos que afrontar juntos pic.twitter.com/Y4mSnEjAWB
— Mariano Rajoy Brey (@marianorajoy) October 1, 2017
La desangelada declaración, resultado de un sincretismo dialéctico, la obliga a descender implícitamente a estas distinciones. Que no sea más explícita es lastimoso, porque Cataluña vive una desenfrenada orgía de nacionalismo ideológico, “exacerbado”, dirigida por la sed de poder independentista y el totalitarismo laicista anticristiano. La noción de pueblo es historicista. De ella no se puede desprender el derecho a ser Estado, que es jurídicamente constitutiva. Por eso, en el mundo, hay apenas dos centenares de “pueblos soberanos”, Estados nacionales, pero más de diez mil lenguas, infinidad de etnias, innumerables tradiciones que, al convivir democráticamente, se mezclan en los Estados. Los pueblos que conforman el pueblo soberano de un Estado pueden dar lugar a un mestizaje étnico y cultural tan diverso como en Cataluña. No es fruto del racismo étnico, sino de la igualdad constitucional.
En la estupenda película de Spielberg y los hermanos Cohen, El puente de los espías, el abogado Tom Hanks conversa con un tipo de la CIA que trata de coaccionarlo para que incumpla la regla del secreto profesional, aduciendo la razón de Estado, para que le detalle las conversaciones con su cliente, un espía soviético al que defiende del delito de traición. El abogado pregunta al funcionario:
-¿De dónde es usted? El burócrata responde: «Americano, de padre alemán».
El abogado contesta algo así: «Yo soy americano, de padre irlandés. Usted americano, de padre alemán. No me diga nada sobre relegar las reglas. Ni usted ni yo somos americanos por el pueblo, por la sangre o la cultura, sino por la regla constitucional que quiere que me salte. La Constitución americana es la regla que nos hace compatriotas de una misma nación, no su padre ni el mío que nos hace culturalmente diferentes». Por eso, “juro lealtad a mi bandera de los Estados Unidos de América y a la república que representa una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”.
Ya estamos a #1O y desde #Cataluña, sin miedo y sin complejos, sólo dos palabras: ¡Viva España! ?? pic.twitter.com/qFKQpuOqUm
— Convivencia Cívica (@CCivicaCatalana) September 30, 2017
El concepto de “patria” o el de “pueblo”, como mundo de convivencia vital, abarca múltiples realidades específicas. Hay distintos modos de concretarse la “patria” y muchas palabras pueden servir de sinónimo según los contextos. La “nación” puede malentenderse como una especie del género “patria”. Pero una “ciudad-Estado” es una patria, no jurídicamente una nación; una tribu nómada es una comunidad, no una nación; una comarca, una región, un pueblo, son patria, como en la novela de Aramburu, pero solo pocas veces, nación.
Pide la Declaración episcopal un “diálogo honesto y generoso, que salvaguarde los bienes comunes de siglos y los derechos propios de los diferentes pueblos que conforman el Estado”. Frase medida, que asocia los “bienes” morales de la comunidad a los “derechos de los pueblos”. Es la “subjetividad social” de la encíclica Centesimus annus. “Híper bienes”, los llama el filósofo Taylor. Si los “pueblos” del Estado son diferentes, no son “el pueblo” soberano, el constituyente a que se refiere el punto 4, sino los conjuntos asociados de señas y tradiciones históricas que distinguen a los “diferentes pueblos” del párrafo 3 que “conforman” nuestro Estado constitucional.
Sería así si no llegara la perfidia o la ignorancia a confundirlo. Puede apellidarse Forcadell, o Montserrat, da igual. Por eso, si el pueblo españolista de Cataluña quisiera separarse no podría hacerlo, porque Cataluña es un pueblo y España una organización burocrática, un Estado. Extraña aplicación del principio de reciprocidad como regla universal de reconocimiento mutuo. Pero, sobre todo, profunda confusión -para justificar un imperativo de poder- entre lo que es históricamente un “pueblo” y lo que es el acto jurídico constituyente de una nación: imponer un sentimiento unitario a quien no está obligado a sentirlo, imponerlo para excluir al que no siente lo que yo. Se justifican los escraches, la señalización en público del excluido, la estrella en la frente, el cartel en la espalda, el aislamiento social. Se ignora en el colegio al niño extraño. En nombre acaso de la caridad que aglutina al pueblo cristiano. ¿Es uno o es diverso? La Constitución es justamente el recurso jurídico creado por la civilización occidental para evitar los enfrentamientos y asegurar la concordia, empezando entre los pueblos religiosos que conviven en un territorio.
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— El Debate de Hoy (@eldebatedehoy) September 13, 2017
Inquieta la Declaración porque falta en ella lo más importante: no distinguir –y al no hacerlo, se presta a equipararlos- entre el daño a un sentimiento subjetivo y la objetiva y arbitraria vulneración de la regla constitucional. ¿Cómo explicar, entonces, a las buenas gentes que suman el mestizaje de pueblos que conviven en Cataluña, que esto va de normas, no de sentimientos? ¿Cómo explicar a los sacerdotes y monjes independentistas, cuando hablan de caridad, que anteponer los sentimientos nacionalistas a los constitucionales incita al odio? ¿Cómo explicar que la apelación a los sentimientos no puede servir de regla para resolver conflictos porque, hasta en las mejores familias, hay sentimientos conflictivos? Ya hemos amputado de nuestra “memoria histórica” que la Transición fue un modelo para el mundo, porque la gentes de los pueblos de España saltaron por encima de los sentimientos heridos por una guerra civil, consensuando una regla constitucional de convivencia. Fracasa ahora en Cataluña la buena fe reconciliadora, animada por Tarancón, de los constituyentes de ayer. Fraga y Carrillo se dieron la mano para superar sus sentimientos. La Iglesia de hoy, bajo palio o sin él, deberá examinar su responsabilidad por el fracaso.