Hay jinetes de luz en la hora oscura
Manuel Martínez Sospedra | 09 de diciembre de 2017
La Constitución de 1978 me recuerda a un castillo inglés. Como estos, la Constitución contiene un fantasma: el del federalismo. Lo malo del fantasma radica en que, lejos de ser un sujeto determinado, es una suerte de nebulosa carente de perfiles definidos al que se recurre para una cosa y su contraria. Conviene recordar que, a principios de los años 80, un grupo destacado de altos funcionarios publicó un libro, intitulado Por un estado federal, al efecto de sostener una lectura minimalista de las autonomías territoriales. Significativamente, el colectivo federalizante escogió como seudónimo el nombre del político conservador decimonónico responsable de la importación del modelo napoleónico y padre de la división provincial: D. Javier de Burgos. Así que, cada vez que alguien habla del federalismo y de la federalización del Estado, cosa nada infrecuente, me asalta la tentación de preguntar al interfecto: «Oiga, ¿de qué federalismo es usted?»estado federal
No debe extrañar la presencia constante del tópico federal. Los que tenemos experiencia en explicar fuera de España el régimen autonómico nos hemos visto en la necesidad de comenzar diciendo algo parecido a esto: “España es un Estado federal mas o menos incompleto”, si es que deseábamos ser entendidos. Y no me parece precisamente raro que ese recurso retórico fuere particularmente necesario si el auditorio conocía por experiencia propia una realidad federal. Entre los académicos hay consenso en el sentido de que, desde una perspectiva material, el Estado de las Autonomías realmente existente es indistinguible del Estado federal. Las diferencias entre nuestro Estado y uno federal stricto sensu no están en el grado de autogobierno territorial reconocido (en ese plano, el Estado español registra un grado de descentralización superior a la media), se hallan más bien en la diferente estructura jurídica y en las carencias institucionales del nuestro.
Reforma del modelo territorial . Una necesidad real que debe extenderse a la Constitución
Si dejamos de lado el tópico, falso, según el cual en un Estado federal hay más autonomía que en el nuestro, cabe cuestionarse la pertinencia de una reforma federal del texto de 1978, que tan bien nos ha servido. A mi juicio, está muy puesto en razón el punto de vista sostenido por el muy reciente documento Ideas para una reforma de la Constitución, que contiene cuatro afirmaciones esenciales que me parecen acertadas y que suscribo: primera, la Constitución necesita reforma porque acusa fatiga de materiales y exige actualización; segunda, la reforma debe buscar la solución a las dos deficiencias fundamentales que el Estado de las Autonomías tiene, a saber, la clarificación competencial y el establecimiento de instituciones que conecten el nivel general y el nivel regional del sistema de gobierno; tercera, la reforma territorial no agota las necesidades de reforma, pero constituye la exigencia de mayor importancia y de mayor urgencia; cuarta, la reforma es válida por sí misma y no como vía de salida a la “cuestión catalana”, por más que pueda contribuir a su solución.
Ni referéndum ni federalismo, una casa común con una habitación confortable para Cataluña
El documento de los juristas propugna un tipo muy determinado de federalismo (aquí estamos muy lejos de Javier de Burgos) en el que se usa el proyecto federal para ordenar racionalmente el autogobierno existente y mejorar la calidad del mismo; no hay aquí visos de una recentralización, que me parece indeseable y, en todo caso, carece de viabilidad política, como tampoco los hay de propuestas “plurinacionales” (¿eso qué es?) para uso de equilibristas. Estamos ante un documento serio y bien pensado, del que podemos discrepar en su grado de completitud o en sus detalles, pero que me parece una propuesta inteligentemente conservadora: si queremos salvar la casa, la reforma es indispensable y urgente. En consecuencia, va a ser combatida por aquellos que no quieren salvar la casa, sino derribarla para hacer otra, a la vez nueva y distinta (los que quieren un proceso constituyente que acabe con el odiado “régimen del 78”), y por aquellos otros, los conservadores ininteligentes, que no ven, o no quieren ver, que hay reformas necesarias (algunas desde hace décadas) que hay que practicar, so pena de ruina. A decir verdad, a mí no preocupan mucho los primeros y me dan mucho miedo los segundos. La razón: no creo que los primeros tengan posibilidades serias de éxito si los demás hacemos lo que corresponde hacer; sí creo que los segundos están en condiciones de impedirnos hacer lo que es necesario hacer y, al hacerlo, llevarnos a todos a la ruina.
Los juristas nos proponen un modelo federal de clara inspiración alemana: un modelo de federalismo cooperativo, en el que contemos con un Consejo Federal cuyo asentimiento sea necesario para aprobar las leyes en las materias compartidas, en el que sea la Constitución la sede del reparto competencial y en el que los Estatutos devengan constituciones territoriales. Inteligencia y acierto no faltan, acaso pueda echarse de menos cierta falta de ambición. Con independencia de cuestiones de segundo orden, me parece que la propuesta adolece de dos lagunas importantes: en primer lugar, no se presta la atención que merece a una necesidad estructural: tanto en el régimen vigente como en el diseño que se propone, el “momento unitario” del sistema de Gobierno debe ser singularmente fuerte si no se acepta la radical propuesta de Carolina Bescansa de elección directa del presidente del Gobierno (y el consiguiente paso a un sistema semiparlamentario); ese ”momento unitario” no puede ser otro que el Congreso de los Diputados, de donde se sigue una necesidad imperiosa de nacionalizar su elección; en segundo lugar, si lo que se propone es completar el incompleto federalismo con que contamos, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre y hablar directamente de Estado federal? ¿Por qué no adoptar la fórmula americana de un Estado indestructible integrado por Estados indestructibles? Podrá objetarse que esa es un cuestión simbólica, pero en política los símbolos son importantes y una solución expresamente federal tendría una capacidad de integración política derivada, precisamente, de su mayor potencia simbólica, mayor que la propia de la conservación de la simbología actual.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.