Hay jinetes de luz en la hora oscura
Justino Sinova | 26 de febrero de 2019
Nunca como hasta ahora en la actual democracia han estado los españoles ante el compromiso de decidir entre todo o nada. Las dos opciones que se disputan la victoria en las elecciones generales del 28 de abril trazan rumbos antitéticos para España.
En 1982, el triunfo previsto del PSOE no despertaba especial inquietud entre los conservadores porque aquel partido se había moderado bajo la gestión de Felipe González. No era el socialismo radical y en gran parte estrambótico de la República y podía consumar con su vuelta al poder el éxito de la Transición. Sus exageraciones izquierdistas quedaron truncadas con la rectificación del referéndum que prometió para sacar a España de la OTAN y que convocó para consolidar su ingreso, y con el abandono de veleidades filocomunistas que un buen día, tras regresar de la URSS, resumió González en una frase palmaria: “Prefiero el riesgo de morir apuñalado en el Metro de Nueva York a vivir con seguridad y aburrimiento en Moscú”. El PSOE de 1982 no pretendía cambiar el sistema sino consolidarlo.
¿Dónde está el PSOE? La sustitución del proyecto por una aventura personal
Hoy Pedro Sánchez repudia a su antecesor con una locución que se entiende a pesar de su deficiente sintaxis: “Fue referente de una sociedad española que ya no es”. Sánchez ha quemado sus naves e inventa otro Partido Socialista a su semejanza, con su ego de político encantado con lo que resuelve y sobre todo con lo que deshace. En los meses que ha ocupado La Moncloa, ha impuesto al PSOE una nueva identidad: ha pactado con el comunismo radical de Podemos (González se mantenía a distancia del comunismo de Santiago Carrillo que había facilitado la Transición, comunismo que ha calificado Pablo Iglesias “de derechas”) y ha negociado con los que intentaron e intentan romper España (el PSOE anterior nunca dudó en defender la unidad nacional).
Si el PSOE de Sánchez obtiene en las próximas elecciones votos y escaños suficientes para reeditar la mayoría que lo aupó en la moción de censura –o sea, una mayoría con lo que vaya quedando de Podemos (que en ese envite recibiría un impagable impulso), con los recalcitrantes golpistas catalanes, con los herederos del terrorismo etarra y con los nacionalistas vascos, perejil de todas las salsas que siempre atrapan algo-, es lícito temer que la España constitucional será sometida a una drástica revisión en la que todos los socios del autocalificado resistente obtendrán una suculenta porción del pastel. No se puede gobernar una nación con los enemigos de esa nación, a la que quieren dividir, y de su régimen, la monarquía parlamentaria, a la que quieren destruir. Ya lo han venido intentando desde el asalto de junio de 2018 y lo activarán con las facilidades prestadas a Sánchez para seguir ocupando La Moncloa.
El único resultado electoral que asegura impedir el quebranto de la España constitucional es la victoria del centro derecha, de la que surgiera una coalición de gobierno de Ciudadanos y Partido Popular, con el apoyo de VOX si fuera necesario. El problema electoral de este trío de partidos, que es resultado de la crisis de identidad sufrida por el PP, es que podría no sumar la mayoría de escaños por la pérdida de los restos de votos con que castiga a pequeñas y medianas candidaturas el reparto electoral. El futuro de España, la posibilidad de avanzar en una dirección o su contraria, depende de un puñado de votos. Lejos de la solución que ofrecería un pacto hoy imposible de los partidos que han sostenido la Constitución –PP, PSOE y Cs-, las elecciones van a celebrarse ante la preocupante perspectiva para la estabilidad de España de que Sánchez confíe para gobernar en los partidos que buscan destruirla.
Hay también otros serios riesgos en el horizonte, como la solidez de la economía española, afectada por un irresponsable propósito de gastar lo que no se tiene y agigantar una deuda inasumible, la falta de medidas eficaces y no demagógicas para combatir el paro y la escasa calidad del sistema educativo, sometido a numerosos procesos de adoctrinamiento. Pero ante la amenaza de la quiebra democrática de España, todo eso, pese a su gravedad, es lo de menos. Salvar España -que comprende consolidar su sistema, fortalecer su libertad, garantizar su justicia- es el objetivo que más importa.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.