Hay jinetes de luz en la hora oscura
Carlos Pérez del Valle | 14 de enero de 2018
Los acontecimientos de la política catalana mantienen, después de las elecciones del 21 de diciembre, la misma velocidad que causaba vértigo hasta entonces. De todos modos, una vez existe un acuerdo para la composición de la Mesa del Parlament, el marco es ahora relativamente previsible, incluso en lo que afecta a las opciones para que la legislatura comience, y las sorpresas han de llegar de las decisiones de los diferentes actores políticos: qué propondrá Carles Puigdemont; qué aceptará finalmente Esquerra Republicana; qué límites marcará para su apoyo la CUP.
Sin embargo, en este ámbito de lo político aparece un elemento del que todos los actores están pendientes y que es fundamentalmente jurídico: el informe de los letrados del Parlament. Una parte de la atención que suscita el informe se debe, sin duda, a las condiciones que hoy pone Esquerra Republicana, y en esto ya hay un cambio relevante: en la legislatura anterior, los miembros del Grupo Junts pel Sí que pertenecían a Esquerra Republicana no hicieron la misma reserva y votaron sin dudarlo las Leyes de Transitoriedad y de Referéndum, pese al informe contrario de los letrados. Por cierto, aunque esto es sabido, pero para quien tiene una mínima sensibilidad jurídica supuso algo vergonzante que debe ser recordado con frecuencia: dos sesiones sucesivas, casi nocturnas, sin debate sobre el articulado y en un procedimiento de urgencia aprobado exclusivamente para ese objetivo, solo cuando se tiene garantizada la mayoría.
Este cambio de criterio en Esquerra Republicana subraya uno de los elementos que han sido característicos del proceso vivido hasta ahora y que lo sigue siendo en el entorno de Carles Puigdemont: el desconocimiento de la función del derecho. Ciertamente, las manifestaciones de los partidos denominados constitucionalistas sobre el cumplimiento de la ley, siendo ciertas, han sido excesivamente ramplonas y han incurrido en muchas ocasiones en una extraordinaria superficialidad.
En esa perspectiva –que, como digo, comparte el entorno de Carles Puigdemont- el derecho es una superestructura -en el sentido marxista, aunque en su base no hay clases en lucha, sino pueblos- que constituye un instrumento de la dominación. Más allá de lo artificioso de la visión, es decisivo su condicionamiento, que comparte también con el marxismo: el derecho es algo que se encuentra aparte de la vida de las personas y prácticamente se limita a dar imperativos de conducta que, precisamente por su limitación, pueden ser cambiados sin límite alguno cuando uno quiere o cuando a uno –o a muchos- le interesa.
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De ese modo, se entiende que el entorno de Carles Puigdemont haga propuestas que, a todas luces, resultan delirantes para un jurista, pero que pueden resultar incluso atractivas para quien nunca ha reflexionado sobre la imbricación del derecho en la vida de las personas y de las instituciones. Si el Parlament es un órgano representativo y un diputado ha sido elegido, no había razón para recortar su derecho a presentarse como president de la Generalitat, y da igual que se haga en una comunicación electrónica, por medio de un representante o –incluso, aunque a esto todavía no ha llegado la propuesta- con la actuación de un androide que ejecute las órdenes de Carles Puigdemont desde Bruselas. Esta lectura del derecho se limita a considerar que cada diputado tiene un derecho subjetivo –una facultad- que no puede ceder ante ciertos casos de imposibilidad.
Este enfoque es, evidentemente, erróneo. El derecho forma parte de nuestra vida, de nuestras relaciones personales: el matrimonio o la filiación no es acumulación de amor más papeleo, sino instituciones fundadas -o inmersas- en que hay que dar a cada uno lo suyo, que hay que vivir honestamente y que no hay que hacer daño a los otros. Estos principios están en cada una de las relaciones personales y en las propias instituciones, porque se encuentran en la base de la confianza, sin la que la relación personal e institucional es imposible. Cuando se habla de interpretación del derecho, se trata de concretar su contenido, la forma en la que el derecho se manifiesta o se ha de manifestar en el caso. Y, aunque en ocasiones se indica que los juristas buscamos recovecos en las normas para localizar autorizaciones de actuar que de otro modo serán impensables, esto no sería admisible si lo hago para defraudar el fin de la propia norma y para abusar de mis propios derechos frente a los de otros.
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En esta comprensión del derecho, creo que es impensable jurídicamente que un president de la Generalitat pueda serlo a distancia, o incluso que la investidura pueda ser de otra forma que presencial, porque es contrario a la propia esencia de la institución. El Parlament de Cataluña, que muchos quisiéramos entender como heredero de las antiguas instituciones de gobierno que rigieron en una España ejemplar, no admite recovecos. El Parlament de Catalunya, como lo fueron las Corts Catalanes, debería ser el órgano de control del Gobierno en el ejercicio del poder y no una lluvia de ocurrencias con mayor o menor base tecnológica al servicio de quienes no quieren gobernar, sino manipular la institución para sus objetivos mesiánicos. Por ese motivo, es indiferente, para ellos, si el presidente vive en Barcelona, en Bruselas o en Ushuaia; porque no quieren gobernar, sino utilizar los instrumentos del gobierno para llegar a su fin último, aun sin saber si este es posible.
En realidad, Carles Puigdemont y su entorno han dejado de ser catalanes y tal vez no se han enterado; nada hay en ellos que pueda recordar las virtudes de Cataluña, una de las cuales, por cierto, es el respeto al derecho.