Hay jinetes de luz en la hora oscura
Juan Pablo Colmenarejo | 21 de noviembre de 2017
Una de las consecuencias del proceso independentista catalán es el nacimiento de una corriente muy partidaria de perder el complejo de origen de la Transición en España. El relato dominante de la superioridad moral de la izquierda había conseguido una especie de estado de hibernación permanente de cualquier sentimiento relacionado con España y sus símbolos. Hace 42 años de la muerte del dictador y su renacimiento en estos últimos tiempos se debe a la necesidad de quienes necesitan mantener vivo ese recuerdo para sostener sus propias posiciones. Lo han hecho los independentistas, al comparar dentro y fuera de España al presidente del Gobierno con Franco y lo había sostenido buena parte de la izquierda con el PP hasta precisamente el estallido del golpe contra la Constitución, que ha puesto a todos los demócratas, sin distinciones ni prejuicios, al lado del Gobierno.
Si algo sacamos en claro del proceso independentista es precisamente la eliminación de una serie de prejuicios sobre la derecha española, a la que se le ha colocado el estigma de heredera del franquismo. La exhibición natural de la bandera, su utilización junto a la de la autonomía catalana y la de la Unión Europea, el respaldo al Rey por su intervención desde todos las sensibilidades democráticas y el bautismo interno del PP como un partido tan demócrata como los demás son los logros de un otoño de 2017 que pasará a la historia de nuestra democracia. El consenso para reformar la Constitución es casi imposible; en cambio, el pacto espontáneo para defenderla ha sido un éxito sin precedentes. Por fuera de ese amplio acuerdo para sostener el modelo democrático del 78, por lo menos otro medio siglo más que nos alcance la vista, se quedan los mismos que estaban, es decir, el nacionalismo independentista y ahora los populistas de la extrema izquierda, que necesitan crear mentiras para sostener sus políticas de derribo. Las alcaldesas Ada Colau y Manuela Carmena y, en general, todo el mundo de Podemos y demás confluencias antisistema insisten, una y otra vez, en calificar como resurgimiento de la extrema derecha esa expresión de defensa del modelo constitucional cuyo origen está en la Transición pacífica, que no en el ajuste de cuentas entre españoles, de 1978.
Descalifican a la democracia del 78 desde su origen como punto de partida, escorando hacia la extrema derecha su defensa cuando, en realidad, es una contradicción. Esa parte de la sociedad española, ahora inexistente y por supuesto irrelevante en su tamaño con respecto a Francia o Alemania, batalló contra la Constitución desde el principio y se opuso a la transformación de España en democracia, aferrándose a la dictadura por lo menos en los primeros diez años de andadura democrática. Ese extremismo ha desaparecido casi por completo, siendo mucho más abundante el del costado izquierdo del electorado, con partidos que defienden regímenes totalitarios de corte estalinista o dictaduras militares como la venezolana o a la cubana.
Marta Rovira, candidata independentista en una Cataluña en la que la mentira se banaliza
La mentira del resurgimiento de la extrema derecha sostiene el argumento de la extrema izquierda por pura necesidad, de la misma forma que el disparate ha entrado a formar parte de una manera de hacer política en el fanatismo supremacista catalán. El bulo y la posverdad se han quedado en nada en boca de la dirigente de Esquerra Republicana, Marta Rovira, autora de la monumental falsedad que corona las semanas de locura que hemos vivido en España. La desesperación de la derrota los ha llevado a pensar en los muertos en las calles para poder salir adelante manteniendo ardientes la llama del mito y el fuego de la leyenda. Las armas empleadas por el nacional-populismo en la guerra de la propaganda carecen del más mínimo libro de estilo, porque tiran a bulto e incluso se improvisan, al nacer de las entrañas y de las vísceras.
Elecciones catalanas, un referéndum velado sobre el deseo o no de pertenecer a España
La democracia española se ha defendido con la ley e incluso sus maneras prudentes han podido generar dudas en los más ansiosos de una respuesta contundente. Era tal el volumen de ruido y presión que la operación requería de un fino bisturí más que de un cuchillo jamonero. Eso es lo que esperaban los independentistas y los populistas, pero no lo han tenido. Los tanques fueron los euros huyendo del desastre y los batallones los formaron decenas de abogados del Estado haciendo un trabajo de cirugía. Ahora, tanto el independentismo catalán como la extrema izquierda del resto de España agitan viejos fantasmas que los convierten a ellos mismos en trampantojos. La España moderada ha respondido con entusiasmo a la defensa de su democracia. No ha habido ni camisas viejas ni trapos usados. Como dice la letra de Libertad sin ira, la canción de la Transición, “..solo he visto gente que quiere vivir su vida, sin más mentiras y en paz…”
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.