Hay jinetes de luz en la hora oscura
Mikel Buesa | 19 de mayo de 2017
Las crisis financieras como las que ha experimentado la economía mundial durante la última década son singularmente disruptivas, de manera que interrumpen la evolución social precedente y abren nuevas perspectivas, muchas veces inéditas, en medio de un período de incertidumbre en el que nada funciona como antes y el futuro inmediato se muestra más bien como un horizonte de amenazas. Hace ya bastantes años, Carlota Pérez, siguiendo la senda de Schumpeter, mostró que esas crisis se encuentran asociadas a los ciclos largos del capitalismo, cuya fuerza impulsora no es otra que la irrupción de las innovaciones tecnológicas que, por su carácter sistémico, destruyen los viejos sistemas productivos para sustituirlos por otros más eficientes y capaces de ampliar el abanico de necesidades humanas susceptibles de ser satisfechas.
Los procesos de esta naturaleza son particularmente inquietantes para la mayor parte de la población, que ve destruirse su modo de vida tradicional sin vislumbrar claramente el destino que le espera. Y tal vez por eso, desde la perspectiva política, esos períodos son abruptos, dados al extremismo y, en ocasiones, aciagos para el sostenimiento de las libertades democráticas.
Un estudio de los profesores Funke, Schularick y Trebesch, realizado a partir de la observación empírica de las recesiones experimentadas por veinte países desarrollados desde 1870 hasta 2014 y publicado el año pasado por la European Economic Review, revela que, tras crisis financieras —pero no tras los choques macroeconómicos de naturaleza no financiera—, se incrementa poderosamente la incertidumbre política, las mayorías gubernamentales reducen su poder, el electorado se polariza y los parlamentos experimentan una fragmentación inusual. Además, el voto a los partidos extremistas de derecha o izquierda experimenta un ascenso que, en el promedio de ese casi siglo y medio, los autores cuantifican en algo más del treinta por ciento. Estos efectos no son inmediatos, de manera que su intensidad crece pasados unos años desde el momento del desencadenamiento de las crisis.
Desde la perspectiva política, los períodos de crisis financiera son abruptos, dados al extremismo y, en ocasiones, aciagos para el sostenimiento de las libertades democráticas
Sin embargo, la economía no lo explica todo y por ese mismo motivo no basta esperar a que escampe el temporal con la recuperación del crecimiento para que la situación política se normalice. La historia europea es bien elocuente a este respecto y basta recordar que la crisis de los años treinta derivó en una insólita extensión de los regímenes autoritarios o totalitarios a numerosos países, algunos de los cuales extendieron su vigencia durante cuatro décadas —como en Portugal y España—, mientras otros se solaparon con la extensión del comunismo durante un período aún mayor.
De la insuficiencia de lo económico para explicar la inclinación de los electores hacia los extremos da cuenta un reciente trabajo publicado por el servicio de estudios de Caixabank en el que, a partir de los datos de la European Social Survey para el período 2004-2014, se muestra que la preferencia de los europeos por los partidos de extrema derecha o extrema izquierda se explica, en un 51 por ciento, por un vector de factores socioculturales y demográficos que incluye la importancia que dan los ciudadanos a los valores tradicionales, la actitud ante la inmigración extranjera, la edad y el nivel educativo; otro 24 por ciento lo proporcionan los indicadores de confianza en las instituciones; un cinco por ciento más depende de la felicidad subjetiva o satisfacción con la vida de los entrevistados; y queda un 20 por ciento para los factores económicos —lo que incluye la renta familiar, el desempleo y la preocupación por la desigualdad—.
La salida del laberinto es una tarea compleja en la que han de tenerse en cuenta las políticas económicas y sociales, la evolución de los valores, el resultado de la lucha ideológica entre las diferentes concepciones y la confianza en el sistema
Así pues, la economía solo llena una pequeña parte de la huida hacia los extremos de una parte significativa de los ciudadanos europeos y, consecuentemente, de la fragmentación parlamentaria que ello conlleva, convirtiendo este fenómeno en un auténtico laberinto. Esto hace que la salida de ese laberinto sea una tarea compleja en la que han de tenerse en cuenta no solo los efectos de las políticas económicas, sino también el mayor o menor acierto en las políticas sociales, la evolución de los valores aceptados por los ciudadanos y el resultado de la lucha ideológica entre las diferentes concepciones de la política, amén de la confianza en los dirigentes, en sus partidos y en el sistema parlamentario.
Por eso, cuando contemplamos el caso de España a la luz de estos hallazgos de la investigación social, no podemos dejar de expresar una enorme preocupación, pues parece que ni desde el gobierno ni desde la oposición logra encontrarse una vía no ya de salida sino de reconocimiento de la crisis política en la que está sumido el país. El PP se conforma aparentemente con sostener el crecimiento de la economía, como si todo lo demás —entre otras cosas, los problemas distributivos y el sostenimiento del Estado del Bienestar, muy dañado tras la crisis financiera— pudiera resolverse automáticamente con él y no requiriera actuaciones específicas. Además, parece haber renunciado a la lucha ideológica y, con ella, a la afirmación de los valores sobre los que se ha asentado la fortaleza de las clases medias y la unidad del país —como dramáticamente muestran sus renuncias en materia educativa o su parsimonia ante el desafío separatista catalán—.
En esta crisis económica lo hemos vuelto a demostrar, ya no por las políticas del PP, que yo humildemente creo que también, pero por la fortaleza de los españoles, que hemos vuelto a liderar el mundo saliendo de una crisis en tiempo récord, creando empleo, creciendo económicamente, exportando, equilibrando la balanza por cuenta corriente…. Pues no nos quedemos en el debate cainita, doméstico, partidista… pongamos las luces largas. Para poner las luces largas, tenemos que ver al otro lado otros coches también con una amplitud de miras.
En cuanto al PSOE, su crisis interna le impide recomponer el discurso y las políticas socialdemócratas, escorándolo peligrosamente hacia la extrema izquierda. Esta, ocupada por las alianzas electorales arbitradas por Podemos, aunque ha encontrado un hueco amplio, parece estancada en su progresión hacia la destrucción revolucionaria del sistema político.
A su vez, Ciudadanos, que aspiraba al centro, parece haber confundido este con la mera equidistancia entre la derecha y la izquierda, en cuyo equilibrio ha ido diluyendo sus iniciales propuestas reformistas.
Y, finalmente, las minorías nacionalistas se debaten entre las aspiraciones secesionistas y las posibilidades de parasitar a un Estado para el que el gobierno carece de la suficiente fuerza dirigente. Con estos mimbres no es posible salir del laberinto de la fragmentación y parece llegada la hora de que una nueva clase dirigente, erigida sobre las ruinas de los viejos partidos, tome sobre sus hombros la tarea de asumir el poder.
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