Miguel Ángel Gozalo | 22 de marzo de 2018
En medio de las agitaciones callejeras de estos días, hay un problema que sigue presionando con contundencia la vida española: la corrupción. El último barómetro del CIS ha recogido un aumento en la preocupación por la corrupción: ha crecido 3,4 puntos y es lo que más preocupa a los españoles, después del paro. Si el paro sigue siendo la cuestión que más inquieta (hasta al 65,8 por ciento de los encuestados), la corrupción ha subido hasta el 35,1 %, por delante de los políticos, los problemas económicos y la situación de Cataluña.
El invierno se está despidiendo con lluvia y manifestaciones. Corren malos tiempos para el Partido Popular. Los pensionistas, que tienen mucho tiempo libre, han sido movilizados para exhibir indignación y gritar rimas sencillas: «Políticos ladrones, robáis nuestras pensiones». El asunto podría ser calificado de normal por cualquier Gobierno, e incluso ser recibido como saludable, porque indicaría que, en una sociedad aparentemente abúlica, se ha recuperado el compromiso de algunos colectivos con la política, si no supusiera un agujero en el teórico electorado del partido conservador. Los jubilados, por lo general, votan en todas partes con el Gobierno. Desconfían de la demagogia y suelen preferir el pájaro en mano a las promesas irrealizables. Pero aquí y ahora no lo parece. La oposición y los sindicatos han sacado a los jubilados a las calles. Como ha escrito un cronista, «protestar los rejuvenece». A los problemas que arrastra el partido del Gobierno a cuenta de la corrupción, y a la crisis de Cataluña, que no acaba de resolverse y que puede paralizar la aprobación de los Presupuestos, se ha sumado esta imprevista irrupción de los reservistas de la protesta.
¿Qué hacer? Es la pregunta clásica para estos casos. La oposición insiste en proclamar que el Gobierno no se mueve y que Mariano Rajoy es un abúlico lector de Marca que se limita a esperar a ver cómo pasan los cadáveres de sus enemigos. Pablo Iglesias ha perdido su tirón arrollador, Pedro Sánchez está a punto de pasar a la clandestinidad y Albert Rivera se ha instalado en el «sí, pero…«, lo que desdibuja su acción política, aunque las encuestas (borradores de votos que hay que pasar a limpio) le sean favorables.
Pero Rajoy, tan previsible, sigue manteniendo a su partido en lo alto de los sondeos, derrota a sus adversarios en el Parlamento, desarrolla una activa agenda exterior, ha colocado a su ministro de Economía, Luis de Guindos, en Europa y lo ha sustituido por otro tecnócrata y, tras sortear como ha podido la tormenta de la corrupción (que no ha dado tregua últimamente), ha decidido activar, como aparato anticorrupción, la llamada Oficina del Cargo Popular.
Esta liturgia forma parte de esa reacción política que pone Betadine y una tirita a una herida de pronóstico reservado y monta la enfermería en la plaza después de la cornada. La herida de la corrupción ha sido un auténtico descalabro en España y ya ha afectado electoralmente, y lo seguirá haciendo, al Partido Popular.
El Pacto de Toledo está roto y Mariano Rajoy deja la pelota en el tejado de sus adversarios
¿Se pueden mitigar sus efectos? Eso intenta el partido con esta oficina anticorrupción, que fue creada en 2017 (con Manuel Cobo, un estrecho colaborador de Alberto Ruiz Gallardón, al frente) y que ahora se va a tomar en serio. Se trata de prevenir en vez de curar. Los miembros del partido con responsabilidades gestoras -lo que se conoce como Junta Directiva Nacional, además de todos los cargos electos, lo que suma alrededor de 500 personas- verán fiscalizada su información patrimonial, financiera y fiscal, que será revisada cada dos años. Y ello se extenderá a las autonomías, velando por el cumplimiento del régimen de incompatibilidades y actuando de oficio ante informaciones que puedan aparecer. Lo que no se hizo, se recuerda ahora, en el célebre caso de Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, sobre cuyo comportamiento hubo más de una denuncia de gente del partido, que no fue escuchada.
El primer director de esta oficina, Manuel Cobo, que dimitió por razones personales, dejó una frase tremenda sobre la corrupción: «Erradicar la corrupción, como los asesinatos, es imposible». Hombre, lo de los asesinatos es más grave y tiene consecuencias irreparables. La corrupción viene de atrás, pero sí que se puede luchar contra ella. Ignacio Camacho ha escrito sobre esto: «Poco han cambiado las cosas desde que Julio Camba escribió aquello de que en España se dice que el concejal roba como se dice que el buey muge, el perro ladra o el caballo relincha». Pero tendrán que cambiar, sin duda, si no se quiere que la España que tan brillantemente hizo la Transición se resigne a ser otra vez, como una fatalidad histórica, el puerto de Arrebatacapas.
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