Hay jinetes de luz en la hora oscura
Javier Redondo | 15 de enero de 2019
Albert Rivera soltó su envite, tragó saliva y le salió bien. Ciudadanos y VOX se repelen. PP y Ciudadanos firmaron un acuerdo de Gobierno en Andalucía que requería para prosperar el apoyo parlamentario de una tercera fuerza. Rivera tiene experiencia en la fórmula. En el invierno de 2016 selló un pacto con Pedro Sánchez y desafió a Pablo Iglesias a que concurriera con sus aportaciones o lo apoyara en la sesión de investidura.
A Pablo Iglesias le entró un doble ataque de celos -de Íñigo Errejón y de Albert Rivera-, sucumbió a su pulsión caudillista y reclamó los ministerios que mayor control permiten sobre la vida y propiedad privadas de los individuos y mejor definen el poder coactivo del Estado. El pacto se truncó. Mariano Rajoy se la había jugado a no comparecer, porque entendía que la tríada PSOE-Cs-Podemos era inviable. Meses más tarde, reconocieron en Moncloa que estuvo más cerca de materializarse de lo que pudo parecer.
Rivera ha obrado de la misma manera que entonces y, además, ha incorporado la parsimonia de Rajoy. La única diferencia es que entonces Ciudadanos invitó a su mesa a Podemos y no ha hecho lo mismo con VOX. Cs prefería nuevas elecciones que un Gobierno tripartito. Arriesgó a que los de Santiago Abascal pensaran que saldrían peor parados tras repetir los comicios. Cs gozaba de cierta ventaja en este juego de la gallina entre indómitos: a las muy malas, Juan Marín podría desdecirse y volver al regazo de Susana Díaz, o de quien sustituyera a Díaz si Marín se ponía exigente, digno y exquisito. Además, Cs hubiese hipotecado Andalucía, pero a cambio habría adquirido algunos títulos de usufructo de los Gobiernos autonómicos de Castilla-La Mancha, Aragón o Extremadura.
Los apellidos de la derecha. De la tibieza del PP al populismo de VOX
En definitiva, la posición de Rivera fue táctica y estratégica: la táctica consiste en resistir incólume y pétreo en el exacto centro geométrico del espectro político hasta mayo. Solicitar la abstención de Díaz era un brindis al sol, pues equivalía a pedirle a Díaz que se pusiera la soga e invitar a Sánchez a patear la silla. Por otro lado, la estrategia pasa por fijar su ubicación ideológica y programática, apartarse de posiciones contaminantes y transmitir el siguiente mensaje: Ciudadanos se aleja de VOX.
Emmanuel Macron, a quien Errejón definió en su día como un “artefacto del populismo antipopulista”, representa aquello en lo que Rivera se ve reflejado: un movimiento cívico social-liberal, regenerador y europeísta. Si Macron se erigió en el adalid que combatió a la extrema derecha, reconvertida en nacional-populismo, Rivera no puede desairar ni abjurar de su «macronismo» a las primeras de cambio y poner en la picota a su candidato Manuel Valls en Barcelona.
La cuestión que Ciudadanos ha esquivado, seguramente porque en la era del fast-thinking y de la política «Facebook» resulta imposible la pausa, es si asumió demasiado pronto las etiquetas puestas por los demás y no se detuvo a contrastar lo que VOX es y lo que el pensamiento dominante dijo enseguida que es. Rivera tuvo la suerte o la intuición de que VOX se lo pusiera fácil tan pronto.
Ciudadanos es un cuerpo bicéfalo de votantes conservadores con alma socialdemócrata y votantes socialdemócratas en paz con su espíritu pero sin alternativa a la que recurrir, porque ya no consideran al PSOE de Sánchez un partido socialdemócrata tradicional. De este modo, Cs y VOX compiten por un nutrido número de votos en Madrid, Valencia y Murcia, principalmente; y, por otra parte, Cs pretende echar el anzuelo al votante desencantado del PSOE en casi todas las demás regiones y, de paso, generar un cisma en el PSOE si algunos barones se decantasen por Cs, en lugar de por Podemos, tras las autonómicas y municipales de mayo.
Las puntas de lanza de esta ala son Andalucía y Cataluña. Si de paso Rivera acelerara la descomposición del Gobierno de Sánchez, habría matado tres pájaros con un solo disparo: permanecer en el centro, multiplicar sus opciones de participar en Gobiernos autonómicos y colgarse la medalla de derribar al sanchismo.
Mientras que la estrategia de VOX consiste en buscar el choque frontal con Cs, desnaturalizándolo y tratando -de momento en vano- de avergonzarlo, la de Cs es ignorar y menospreciar a VOX. Rivera ha hecho de la quietud virtud, al estilo «mariano». Cs tiene la habilidad que define a las posiciones de centro: desplazarse, o sea, avanzar, en horizontal.
La crisis socialista, el postureo de Ciudadanos, el mordisco de Vox y la supervivencia popular
A Rajoy le puso en 2016 condiciones aceptables y se permitió algún artificio muy de su gusto y manufactura -limitación de mandatos, reforma electoral, dimisión o cese de imputados, reforma y en su caso supresión de diputaciones, democracia interna en los partidos, eliminación de aforamientos…-. Lo mantuvo en el poder, pese a que sus lustrosas cláusulas marchitaban, y contribuyó a su caída sin querer… evitarlo, advirtiendo de que, tras la moción que finalmente prosperó, presentaría otra. Apoyó la investidura de Díaz en Andalucía y, durante tres largos años, ni amagó con moverle el sillón.
De mutuo acuerdo, resolvieron la disolución de la Cámara -Marín calculó mejor que Díaz-. Cs echó el resto con Inés Arrimadas y Albert Rivera durante la campaña. En el fondo, la posición era la misma que después de la noche electoral: si Díaz quería gobernar, debía ser con Podemos. Rivera proclama: “El centro soy yo”; VOX le cava un túnel por la derecha y contra la corrección hasta Madrid. De momento y con vistas a mayo o a 2020, Cs y VOX están condenados a desentenderse bien y, si siguen el consejo de Sánchez, a esperar sentados a que Quim Torra toque la campanilla electoral.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.