Hay jinetes de luz en la hora oscura
Miguel Ángel Gozalo | 09 de mayo de 2017
La gloria política es pasajera, y más en estos tiempos acelerados. La mayoría de los políticos provoca cansancio antes de lo previsto y, tras trayectorias discutibles, envueltas en mediocridad cuando no en corrupción, se suelen despeñar por lo que Camilo José Cela llamó el «tobogán de olvidados». No es un fenómeno de ahora. Ya Jorge Manrique, en sus famosas Coplas, escritas a finales del siglo XV como una elegía a su padre, se preguntaba: «¿Qué se hizo el Rey don Juan?;/ los Infantes de Aragón,/ ¿qué se hicieron?;/ ¿qué fue de tanto galán?,/ ¿qué fue de tanta invención/como trajeron?».
Muchas de las invenciones que acumula la historia en la organización de la convivencia acaban siendo irrelevantes. La tentación de descubrir la pólvora (que lleva descubierta desde que los chinos sugirieron que las murallas, cuanto más altas, más seguras) es tan vieja como la política.
Los actuales tiempos políticos han traído también invenciones, como es natural. Una de ellas es, en democracias razonablemente constituidas, sustituir la vida parlamentaria por otras fórmulas de participación. El parlamento a palo seco, sin ingenio ni emociones, acaba siendo insoportable. De la misma manera que hemos inventado la posverdad como algo que no es propiamente verdad, sino más bien mentira (una verdad adulterada por los sentimientos y las emociones que, en el fondo, sigue el cínico apotegma de Lenin de que una mentira repetida mil veces acaba convirtiéndose en verdad), hemos patentado los desayunos políticos como ágoras renovadas de la participación. Ante la decadencia de la prensa escrita como parlamento de papel, la opinión pública se refugia en el parlamento del café.
?@ccifuentes: “Priorizo en lo más importante. Nada me da miedo. Ahora cuando me caigo, me levanto. Me hizo más fuerte” #EOCaccidentesTráfico pic.twitter.com/ApvXqTtk8b
— Cifuentes expresidenta (@cifupresidenta) May 6, 2017
El desayuno político es ya una costumbre que los interesados por la res pública siguen con tanta fe como la que sobrevolaba las misas a las que asistían los fervorosos madrileños en tiempos de Lope de Vega. No hace mucho, la agencia Europa Press, gran promotora de este tipo de eventos informativos, coincidiendo con el primer año triunfal de Cristina Cifuentes al frente de la Comunidad de Madrid, cambió el marco incomparable (perdón por la prosa gacetillera, pero no tengo otra) de estas citas matutinas: del hotel Villa Magna, el desayuno se trasladó a otro albergue lleno de modernidad y lujo, en ese Manhattan manchego levantado en la zona norte de Madrid, esa que quiere ver libre de negocios inmobiliarios la alcaldesa Manuela Carmena. Un comedor inmenso, digno de una convención del Partido Demócrata de los Estados Unidos, recibía a los invitados, que éramos legión.
La presidenta de la Comunidad de Madrid llevaba casaca roja con delgadas rayas blancas, el pelo lacio y rubio, que se tocaba cada poco para apartárselo de la cara y, en cuanto empezó a hablar, lo hizo con voz potente y segura, de mujer acostumbrada a mandar, como la de algunas cantantes mexicanas que exhiben cierta ronquera para que se vea que pueden cantar como los hombres.
Cristina Cifuentes demostró de inmediato que manda como los hombres y, después de dar las gracias una por una a todas las autoridades presentes, se lanzó a hablar de su gestión, que podemos resumir en dos conceptos: lo estamos haciendo muy bien y lo podemos seguir haciendo igual de bien, e incluso mejor, si nos votan.
Iba a cruzar el Rubicón con la misma audacia con la que se había movido en moto por Madrid y la valentía con que había hecho frente a algunos escraches que le montaron los antisistema de turno cuando era delegada del Gobierno en la capital del Reino
Cuento esto porque entonces doña Cristina no era más que presidenta (sin mayoría absoluta) de la Comunidad de Madrid, no se había descubierto el pastel del Canal de Isabel II, no había dimitido Esperanza Aguirre y no había entrado en la cárcel su predecesor, Ignacio González. Ella no era aún presidenta del PP madrileño y nadie sabía (salvo un juez aficionado a los micrófonos y unos guardias civiles expertos en espionaje) que había sido objeto de presiones varias y de amenazas mediáticas por haber denunciado precisamente que las aguas del Canal bajaban turbias.
Y, sin embargo, ya exhibía el instinto y la prudencia que, una vez conquistada la presidencia del PP de Madrid y elevada a la categoría de reserva política popular, sacaría a relucir sin ningún complejo. En momentos de tribulación, con el PP a la defensiva, Cristina Cifuentes se atrevía, desoyendo a San Ignacio de Loyola, a hacer mudanza: iba a cruzar el Rubicón con la misma audacia con la que se había movido en moto por Madrid (lo que le costó un terrible accidente que estuvo a punto de llevársela por delante) y la valentía con que había hecho frente a algunos escraches que le montaron los antisistema de turno cuando era delegada del Gobierno en la capital del Reino.
Cristina Cifuentes sabe que en política es difícil complacer a todo el mundo, pero que el secreto está en lograr que sean más los que te entienden y te apoyan que los que te rechazan
Después de tomar las riendas del partido en Madrid, de dejar que el sustituto de Esperanza Aguirre como portavoz del PP en el ayuntamiento fuese elegido libremente por los concejales y de arengar a las huestes populares con un rotundo «la corrupción se ha terminado», se ha sabido que fue ella la que denunció los tejemanejes sospechosos del Canal de Isabel II, lo que le ha costado ser objeto de otros escraches, esta vez por parte de gentes poderosas, con influencia en algunos medios de comunicación.
Cristina Cifuentes sabe que en política es difícil complacer a todo el mundo, pero que el secreto está en lograr que sean más los que te entienden y te apoyan que los que te rechazan. No todos los votantes del PP respaldan su perfil progresista. Pero entre los dirigentes de su partido se va abriendo paso la idea de que este es su momento, y hay que dejarla actuar. No es fácil la tarea a la que se enfrenta. Un PSOE dividido no va a darle ni agua al PP. Con Ciudadanos no queda otro camino que el de la resignación: es como ese pariente inoportuno que se te mete en casa y te da la lata cuando menos lo esperas. Y con Podemos, ya se sabe: leña al mono hasta que hable inglés.
Pero alguien tenía que atreverse a dejar atrás el Rubicón de la corrupción si quería que su partido soñase otra vez con Roma. La suerte está echada.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.