Hay jinetes de luz en la hora oscura
Mariano Ayuso Ruiz-Toledo | 17 de enero de 2018
Un caso paradigmático de la generalización de la corrupción en España durante las últimas décadas. Adjudicación de ayudas y subvenciones al margen de los controles públicos que dejan una estela de más de 850 millones de euros mal gestionados.
El comienzo de las sesiones del juicio oral del llamado “caso de los ERE de Andalucía” pone de nuevo en actualidad esta investigación de uno de los muy numerosos casos de corrupción generalizada que se han producido en España -en toda España- en las últimas décadas.
Si nuestra sociedad no estuviera anestesiada para los escándalos con la crisis de Cataluña -con la utilización del poder político gubernamental de una autonomía para generar una trama delictiva sediciosa, gravemente aplaudida por casi la mitad de su electorado- y los casos cotidianos de corrupción (Gürtel, Púnica, Pujol, etcétera), la apertura del juicio oral de este caso de los ERE produciría una vergüenza colectiva y una reacción regeneracionista de grandes dimensiones (por lo menos del tamaño de la ignominia de los descalabros en la ética pública).
Mucho se podría hablar de lo perjudicial que resulta para la sociedad el que los llamados a ser espejo de integridad y comportamiento ético se comporten como rufianes y maleantes. Pero dejo estas consideraciones teóricas para los estudios sobre la Ejemplaridad pública del profesor Javier Gomá Lanzón, después de cuyos trabajos de implacable rigor intelectual poco se puede ya decir, como no sea para glosarlos.
Quiero ahora simplemente hacer una rememoranza del caso de los ERE de Andalucía y una consideración de hacia dónde nos lleva la falta -casi total- de una ética pública.
El caso de los ERE (Expedientes de Regulación de Empleo) de Andalucía es paradigmático de la generalización de la corrupción en la España de las últimas décadas.
Hay en este caso veintidós exaltos cargos encausados, entre ellos dos de los máximos dirigentes del PSOE de Andalucía –Manuel Chaves y José Antonio Griñán– siendo complicado porque, además, ambos fueron presidentes del PSOE (Chaves, de 2000 al 2012, y Griñán, de 2012 a 2014), la exministra Magdalena Álvarez y numerosos ciudadanos respetables -en principio- de la comunidad (abogados de prestigio, reputados profesores, consultores y empresarios de renombre), junto con algunos pícaros de escasa catadura moral, más propios de los lances de Rinconete y Cortadillo que de un fraude mayúsculo de la era digital.
Uno de los acusados -un exdirector general de Trabajo- fue acusado por su propio chófer y cómplice de trapacerías de gastar al mes veinticinco mil euros de dinero púbico en cocaína, alcohol y prostitutas.
Todo se destapó en 2001 por unas denuncias -y subsiguientes investigaciones- de irregularidades con malversaciones, cohechos y adjudicaciones delictivas en Mercasevilla; al tirar del hilo y abrir una macroinvestigación se fue descubriendo una forma de hacer política y negocios incompatible con los principios de legalidad y control de los caudales públicos que permitieron -al socaire de invocar la mayor agilidad y eficacia en la gestión de las ayudas públicas para las prejubilaciones y las empresas en crisis- soslayar todos los controles legales y administrativos.
Esa forma de gestionar permitió que se adjudicaran las ayudas y subvenciones al margen del control de los interventores, incluso de los supervisores políticos, y ha dejado una estela de más de ochocientos cincuenta millones de euros mal gestionados y de los que tan solo en las sentencias que pongan fin al juicio iniciado y a los varios otros desgajados de él en “piezas separadas” para hacer manejable el millón de folios de que consta la instrucción de la causa.
El mecanismo fraudulento se fundaba en que, por la falta de controles y de procedimientos rigurosos, se otorgaban ayudas millonarias a empresas inexistentes o sin los problemas que teóricamente daban lugar a las ayudas (en algún momento de la instrucción llegó a declarar uno de los gestores de los fondos públicos que las ayudas del “fondo de reptiles”, como denominaban al programa presupuestario 31L del que salían los fondos sin control, se asignaban sin procedimiento administrativo ni documentación, en la barra de un local). Y de la misma manera, en los expedientes de regulación de empleo (los ERE) se reconocían prejubilaciones a personas que nunca habían trabajado en la empresa objeto del expediente o con antigüedad ficticia (un exalto cargo llegó a figurar como trabajador de la empresa desde el día de su nacimiento).
No sirvieron de nada las comisiones de investigación del Parlamento andaluz y la investigación judicial ha sufrido altibajos -a veces obstrucciones- desde que comenzara con ella la magistrada Mercedes Alaya, sin cuyo tesón probablemente no se hubiera descubierto la gravedad y gran extensión del entramado.
Casos como este, de magnitud enorme pero que no han producido ni depuraciones internas manifiestas de los partidos ni han tenido consecuencias electorales proporcionales y que -además- se han dado en muchas comunidades autónomas y en muchos otros partidos, no han tenido el efecto catártico que cabría esperar y que habría debido depurar de conductas inmorales toda la vida sociopolítica y depurar también a la sociedad de cualquier complacencia o comprensión con los planteamientos carentes de ética.
Tan solo -y ello es importante, pero no suficiente- se ha evidenciado la necesidad de volver a las prácticas administrativas antiguas, incluso decimonónicas, de control y fiscalización de los gastos públicos. Se plantea la necesidad de los antiguos “juicios de residencia” y de restaurar los mecanismos de fiscalización previa, todo ello desterrado o amortiguado en aras de la eficiencia y agilidad.
Pero lo más importante -y, probablemente, lo único decisivo-, es la recuperación de una ética pública y la exaltación como modelos de vida de personas virtuosas, no necesariamente exitosas, y esto todavía no se plantea seriamente.
El descenso de la ética pública que ponen de manifiesto casos como el de los ERE de Andalucía y toda la pléyade de casos de corrupción en toda España requiere probablemente reeducarnos y plantearnos si preferimos la buena vida o la vida buena; en la repuesta está la actitud que adoptemos ante las oportunidades de lucro y éxito a cualquier precio; los controles y los castigos dificultan, pero no impiden totalmente los desmanes.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.