Hay jinetes de luz en la hora oscura
Justino Sinova | 06 de marzo de 2017
Supongamos que los mensajes escritos en el llamado “autobús del odio” fueran falsos o equivocados. Ni siquiera en ese caso sería lícito prohibirlos sin cometer un atentado al derecho a la libertad de expresión. Y, si se prohibieran o persiguieran pretendiendo que con ello no se ofende la libertad fundamental de hablar y de opinar, habría que reprimir también una multitud de comunicaciones con propuestas discutibles o simplemente desagradables para unos cuantos o incluso para una mayoría.
En ese caso, sería necesaria la existencia de una autoridad individual o colectiva que impusiera la verdad y lo acertado desde unos planteamientos incontrovertibles. Y, de esa forma, habríamos dado una cabriola histórica para regresar a la más estricta dictadura del pensamiento. George Orwell, Aldous Huxley y Ray Bradbury tendrían motivos para estremecerse en sus tumbas.
Lo que se le pide al mensajero es corrección, que no lesione los derechos individuales ajenos, pero no se le puede exigir que su mensaje guste a todos
El escándalo que han generado unos mensajes sobre penes y vulvas, difundidos por la organización HazteOir para discutir la verdad oficial del transexualismo, contiene un cimiento de intolerancia que no puede sino inquietar acerca del respeto debido al ejercicio de la libertad.
La licencia para opinar no admite que la discrepancia esté prohibida: discrepar es la salsa de la discusión y tolerar la discrepancia es su misma esencia. Por eso, imponer silencio es liquidar el principio de la libertad de expresión, que es un derecho proclamado humano, o sea natural, por la Declaración Universal de 1948 y cualificado como fundamental por nuestra Constitución de 1978. El silencio podría decretarlo una autoridad pero también una parte de la sociedad, en una práctica que hoy se ha definido como la prescripción de lo políticamente correcto.
Cuando Orwell encontró cuantiosas dificultades para publicar en la Inglaterra de 1945 su Rebelión en la granja porque había editoriales que no se atrevían a difundir críticas a la Unión Soviética, que era adorada por una intelectualidad rendida, escribió un prólogo para denunciar esa censura social y lo tituló “Sobre la libertad de Prensa”.
En la España de 2017 hay también razones, por desgracia, para reclamar libertad de hablar, porque se ha consignado en la práctica la ilicitud de algunos mensajes: está mal visto por unos el rechazo del aborto y no se debaten los argumentos sino que se acallan; se omiten infracciones de unos partidos que se abultan si las cometen otros; se pretende que no se proclamen las convicciones religiosas pero se acepta una agresión al sentimiento católico en un espectáculo; es lícita una protesta si la emiten unos y se trata de reprobarla si es de otros.
El escándalo que ha generado los mensajes contiene un cimiento de intolerancia que no puede sino inquietar acerca del respeto debido al ejercicio de la libertad
La libertad de expresión está sometida a límites, naturalmente, como toda libertad y todo derecho; de ello se ocupan las leyes y por eso existen, por ejemplo, los delitos de injurias y calumnias. Pero los límites han de ser los menos posibles para no impedir el debate público, que ha de desarrollarse presidido por el respeto a la opinión contraria. Una de los restricciones más alarmantes en las sociedades actuales es la prescripción de lo correcto, una prevención que se considera inamovible y que pretende obligar a no decir determinadas cosas o a decirlas de manera prescrita.
La imposición parte del establecimiento de errores y verdades en asuntos contingentes y por naturaleza discutibles. Se convierte así en una injusticia para las personas a quienes se les priva de un valor esencial, una libertad que, por cierto, deriva del reconocimiento histórico de la primera libertad, que fue la de conciencia, como estableció el profesor Santiago Muñoz Machado en su discurso de ingreso en la RAE, Los itinerarios de la libertad de palabra.
La legitimidad de una afirmación no reside en la identidad de su autor. Una opinión puede formularla cualquiera, Si se intenta desacreditar al emisor, se está sugiriendo su incompetencia para opinar
Ahora que van a cumplirse 25 años de la muerte de Friedrich Hayek, es buen momento para recordar su pasión por la libertad individual, sustrato de la democracia que hoy padece riesgos en tantos lugares del mundo. Es imposible resumir en unas líneas su pensamiento desbordante, pero valga el recuerdo de su temor a los poderes ilimitados y de su advertencia: “La norma más arbitraria puede legalizarse, y de esta manera una democracia puede establecer el más completo despotismo imaginable”.
Para ello, no es imprescindible una ley del Parlamento, basta con lograr una imposición social. Es lo que estaba en la mente de John Stuart Mill cuando, hace más de 150 años, en 1859, escribía que “si toda la humanidad menos una persona fuera de una misma opinión y esa persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase, como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad”. Tan nefasto es el déspota individual como el colectivo.
La legitimidad de una afirmación no reside en la identidad de su autor. Una opinión puede formularla cualquiera, una asociación benéfica, un partido político, una organización religiosa, una universidad, un medio, una web, un individuo… Si se intenta desacreditar al emisor –como, por ejemplo, al calificar con el elemento ultra a los autores de los mensajes sobre penes y vulvas– se está sugiriendo su incompetencia para opinar.
Lo que se le pide al mensajero es corrección –en términos jurídicos, que no lesione los derechos individuales ajenos– pero no se le puede exigir que su mensaje guste a todos. La discrepancia es a veces muy molesta, pero no por eso es ilegítima. Lo que trastoca el andamiaje democrático y deteriora el valor de nuestra convivencia es la injusticia de impedirla.
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