Hay jinetes de luz en la hora oscura
Mikel Buesa | 21 de agosto de 2017
Los atentados en Las Ramblas de Barcelona y en Cambrils han roto la trayectoria de tranquilidad relativa con la que, después de 2004, se vivía en España la cuestión del terrorismo yihadista. Sabíamos de la amenaza, pero tras el 11-M, esta no se había vuelto a materializar. El esfuerzo realizado por los gobiernos habidos desde entonces para mejorar la dotación de las fuerzas de seguridad y de inteligencia, la creciente cooperación internacional la materia y las reformas penales adaptadas a las nuevas formas del terrorismo habían tenido su fruto en la ausencia, hasta ahora, de la violencia con la que el islamismo radical estaba atacando a los países de nuestro entorno. No se trata de que Al-Qaeda o el Estado Islámico carecieran de proyectos específicos en España —pues, de hecho, han sido numerosas las acciones que han logrado frustrarse—, sino de que la eficacia de la lucha antiterrorista había sido extraordinaria.
Ahora, algo se ha roto en Barcelona y se ha abierto una brecha en la confianza con la que los españoles afrontábamos la yihad terrorista promovida por el Estado Islámico. No tenemos todavía una visión completa de los acontecimientos ni están cerradas las investigaciones sobre los recientes atentados; y, por tanto, sería prematura cualquier atribución de responsabilidades en cuanto al fallo de seguridad que han evidenciado. Pero, a medida que pasan las horas, las preguntas se amontonan. Sabemos que Cataluña era y sigue siendo una de las mayores zonas de riesgo en cuanto a los atentados islamistas, pues alberga a una amplia comunidad musulmana —en la que los grupos yihadistas encuentran acomodo, sin que esta afirmación vaya más allá de la mera constatación de un hecho—, reúne a gran parte de las mezquitas españolas en las que se cultiva el salafismo —la ideología de la que mana la violencia— y, según muestran los datos de detenciones, ha dado cobijo a alrededor de un tercio de los militantes islámicos armados. Y sabemos también que, en virtud de la singular política inmigratoria de la Generalitat, aquella comunidad cuenta en Cataluña con un especial apoyo de la Administración autonómica, frente a otros grupos foráneos, especialmente los de procedencia latinoamericana. La cuestión es inmediata: ¿existe alguna relación entre ambos hechos? No me atrevería a afirmarlo, pero tampoco lo descartaría como una hipótesis en la que es necesario indagar.
También cabe cuestionar las capacidades de la Policía autonómica en materia antiterrorista. Se ha informado sobre el estallido de un almacén de explosivos en Alcanar diez y ocho horas antas de los atentados e incluso se afianza la hipótesis de que tal acontecimiento podría haber precipitado la ejecución de estos. Pero nada se ha dicho sobre si un hecho tan significativo como aquel indujo a un aumento de la alarma entre las fuerzas policiales. Da la sensación de que no ha sido así y, peor aún, de que no se arbitraron medidas adicionales de seguridad en los diferentes puntos de la geografía catalana donde la amenaza era teóricamente más probable. Está, además, el evidente fallo que, para esa seguridad, supuso la decisión de los Mossos d’Esquadra y del Ayuntamiento de Barcelona, tomada en diciembre pasado, de hacer caso omiso de las recomendaciones del Ministerio del Interior acerca del empleo de barreras materiales en los lugares de concentración de viandantes para prevenir atentados como el que, finalmente, ha tenido lugar en las Ramblas. El cuerpo policial catalán ha despreciado la idea —avalada por los hechos desde que, hace medio siglo, se introdujeron los primeros detectores de metales en los aeropuertos— de que la seguridad pasiva ha de adaptarse permanentemente a los cambios tecnológicos que introducen las organizaciones terroristas para realizar atentados. Para sus dirigentes, parece que la experiencia de las masacres de Niza, Berlín, Westminster, Estocolmo, Londres, Finsbury Park, París y Levallois, que han tenido lugar en el último año, era poco menos que irrelevante. Y lo malo es que, de momento, no se vislumbra rectificación alguna.
Pero la mayor quiebra de los atentados de Barcelona y Cambrils es la que puede introducirse en el ámbito político, pues han puesto sobre la mesa la necesidad de una unidad frente al terrorismo que excede de la mera retórica y entra en los procelosos procedimientos de la cooperación entre las administraciones bajo la dirección del Gobierno nacional, así como en la tortuosa arena de los partidos políticos. El presidente Rajoy ha recordado, con razón, que «los terroristas no destruirán a un pueblo unido». Pero esta fórmula es, lamentablemente, más un deseo que una realidad. Hasta ahora, porque se evitaban o desbarataban las acciones yihadistas, ello no importaba demasiado y bastaba la apariencia de unidad. Pero cuando la dureza de la violencia se manifiesta, cuando hay vidas truncadas entre nuestros conciudadanos, cuando las víctimas —las macrovíctimas, como diría el maestro Beristain, aludiendo a quienes han perecido, han sido heridos o han presenciado los hechos y a sus familiares y allegados— han tenido la experiencia del mal y han conocido de primera mano que uno no puede esperar necesariamente el amparo de los demás, cuando eso es así, entonces la retórica no es suficiente y se reclama la acción unitaria y eficaz —monolítica, podríamos decir— para detener la barbarie.
Visita a los heridos por el atentado de Barcelona en el @hospitaldelmar https://t.co/VKhtOqo63C pic.twitter.com/mpXgcEMpZZ
— Casa de S.M. el Rey (@CasaReal) August 19, 2017
¿Será posible ese pueblo unido al que apela el presidente? Albergo serias dudas al respecto, aunque me gustaría que no fuera así. Dudas que emanan de la experiencia de casi tres lustros en los que, cada vez que hemos conmemorado los luctuosos acontecimientos del 11-M, se han evidenciado profundas discrepancias entre las fuerzas políticas y sociales, entre los poderes públicos e, incluso, entre las víctimas de aquellos atentados. Dudas que surgen también de las dificultades que ha habido —y hay— para alcanzar acuerdos unitarios, más allá de las meras declaraciones, en el seno del Pacto antiyihadista, en el que, además, tres de los principales partidos —Podemos, ERC y el PNV— son meros observadores. Dudas que nacen, asimismo, de las declaraciones que, sobre todo en la izquierda, han solido amparar ideológicamente a quienes apoyan o comprenden el terrorismo. Dudas, en fin, que se sustentan sobre el hecho de que los recientes acontecimientos han tenido lugar en una coyuntura en la que el nacionalismo está dispuesto a separar a Cataluña de España —y así lo ha recordado el presidente Puigdemont nada más cometerse el atentado de Barcelona— y la izquierda, cada vez más volcada hacia el extremo, cuestiona el sistema constitucional. Nada más ilustrativo de todo ello como la incapacidad de los dirigentes partidarios para aunar a los ciudadanos que se manifestaron en la Plaza de Cataluña bajo un lema de inequívoco sentido político con el que, además de resaltarse la conformidad de todos contra el terrorismo, se exaltasen los valores democráticos que nos hacen superiores a los que, como ahora con el Estado Islámico, nos atacan sin piedad. No, no ha sido así; y, por contra, se ha difundido un lema melifluo —»No tenim por», avalado incluso por el Rey— que no solo carece de cualquier significación política, sino que está desmentido por las naturales escenas de pánico que se vivieron en Barcelona durante el atentado. No es de esta manera como se construye la unidad contra el Estado Islámico o cualquier otra organización armada que pretenda subvertir el orden democrático.
Es infumable q miembros del @govern afirmen q desde el @PPCatalunya no reconocemos el trabajo de los @mossos. No pueden controlarse ni 48h? pic.twitter.com/gL5vaviApc
— Xavier García Albiol (@Albiol_XG) August 19, 2017
Lamentablemente, la historia muestra que, muchas veces, cuando más se necesita su unidad, los pueblos de revuelven contra sí mismos, inconscientes del daño que provocan en su capacidad para sobrevivir. Sabemos que ningún reino —salvo, tal vez, el de los Cielos— es eterno y, como relató el Libro de Daniel, en ocasiones aparece escrito en la pared que sus días están contados. Da la impresión de que, si no se corrigen las cosas, si no se abandonan las reticencias, si no se busca lo que nos une a los españoles, si se sigue cultivando el ensimismamiento local de la pequeña diferencia, el de ahora puede llegar a ser uno de esos momentos en los que la historia aparta de manera inmisericorde a los que no supieron o no quisieron perdurar.
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