Hay jinetes de luz en la hora oscura
Javier Arjona | 20 de agosto de 2017
Tras el terrible atentado yihadista de Barcelona, continuación de los sufridos en estos años atrás en Madrid, Londres, París, Bruselas o Niza, cabe preguntarse qué está sucediendo en este siglo XXI desde que el 11 de septiembre de 2001 dos aviones comerciales fueran estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York. ¿Cuál es la motivación de estos terroristas para golpear una y otra vez contra el próspero modelo social y económico que Occidente ha ido construyendo en los últimos siglos?
Analizando los hechos con una cierta perspectiva, no tiene sentido pensar que un grupo de fanáticos islamistas pretendan imponer una religión a la antigua usanza llamando a la yihad o guerra santa. Ya pasaron los tiempos de las Cruzadas y la historia nos ha enseñado que nunca ha funcionado la imposición de un pensamiento por la fuerza. Tarde o temprano, la situación siempre revierte. Así pues, hay algo más en toda esta vorágine terrorista que tiene que ver, sin lugar a dudas, con el desequilibrio social y económico del mundo en que vivimos.
Corría el año 476 cuando Odoacro, rey de la tribu germánica de los hérulos, depuso al último de los emperadores romanos de Occidente. La gloriosa Roma tocaba a su fin tras un lento proceso de deterioro social y político que se había iniciado dos siglos antes y que provocó una sucesión de invasiones bárbaras en la frontera septentrional del imperio. El Estado romano fue perdiendo paulatinamente la capacidad de control de su vasto territorio y sucumbió ante el empuje de pictos, sajones, francos, alamanes, escitas… y resto de pueblos que presionaban para entrar en aquel paraíso que con el emperador Adriano había logrado en el año 117 su máxima extensión territorial.
Ya en el siglo XX, el 9 de noviembre de 1989, tuvo lugar otro suceso clave en la historia universal. Caía el Muro de Berlín y con él se desplomada el Telón de Acero, que había mantenido separada Europa desde la irrupción de la Unión Soviética en 1922. Nuevamente, la situación se precipitó cuando las estructuras comunistas no fueron capaces de frenar la necesidad de cruzar hacia aquella tierra prometida, en la que la democracia surgida de la Revolución Francesa había construido un modelo de prosperidad basado en la libertad. Tanto en el caso del fin del Imperio Romano como en el de la caída del Muro de Berlín, el detonante fueron los desequilibrios a ambos lados de la frontera.
Un ejemplo más reciente de deterioro político que acabó provocando una revolución es la denominada Primavera Árabe, iniciada en Túnez en 2010. En este caso, la globalización y los medios de comunicación fueron determinantes para que se produjeran protestas en contra de los regímenes totalitarios que impedían, desde hacía más de medio siglo, el desarrollo de distintos países del Magreb.
El terrorismo yihadista que padece Europa desde 2001 no es más que una consecuencia de este desequilibrio entre modelos de vida. No se trata de una guerra de religión, sino de una lucha en contra de la democracia como facilitadora de una riqueza que no existe fuera del mundo privilegiado de Occidente. En este contexto social y económico es relativamente sencillo vestir la situación como un conflicto entre culturas y convencer a los futuros terroristas de la necesidad de una guerra santa contra el infiel. Si no existieran diferencias, no habría lugar al odio alimentado desde el radicalismo.
A lo largo de la historia, hay infinidad de ejemplos sobre cómo una determinada ideología radical logra impregnar a una sociedad debilitada. No hay más que mirar el auge del nazismo en una Alemania de entreguerras que halló en Hitler el referente para salir de la delicada situación que atravesaba el país tras la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión o cómo en Europa el fenómeno del populismo ha irrumpido desde 2008 como consecuencia de la última gran crisis económica.
Citando a la película de Neill Blomkamp estrenada en 2013, Europa es el Elysium del planeta Tierra. Ese lugar privilegiado donde existe un Estado de Bienestar que provoca una envidia que fácilmente se puede convertir en odio si es gestionado desde el radicalismo. En esta situación, será difícil luchar contra el fenómeno del terrorismo si persisten las condiciones de desequilibrio que lo alimentan y la responsabilidad de corregir esas diferencias está precisamente en los países que están sufriendo los terribles atentados.
Parece difícil pensar que un terrorista se inmole con explosivos si disfruta de una buena situación social y económica. Por el contrario, será más sencillo convencer de lo contrario a una persona sin formación, viviendo en el umbral de la pobreza y con poco que perder. Por el mismo motivo, inmigrantes ilegales buscan saltar las alambradas de Ceuta o Melilla o se aventuran en una peligrosa travesía a través del Estrecho de Gibraltar. No tienen nada que perder y, en este caso, mucho que ganar si logran llegar a suelo europeo.
El pasado 13 de junio, el papa Francisco pidió escuchar ‘el grito de los pobres’ y el compromiso para sacarlos de su marginación como antesala de lo que el 19 de noviembre será la Primera Jornada Mundial de la Pobreza. Sin dejar de lado la extraordinaria labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para luchar de forma preventiva contra el terrorismo, sería un avance a la altura de una civilización del siglo XXI la puesta en marcha de un plan estratégico para eliminar las tremendas diferencias entre el Tercer Mundo y este Elysium que es Occidente.
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.