Hay jinetes de luz en la hora oscura
Mikel Buesa | 12 de julio de 2017
Cuando los acontecimientos se observan desde la distancia que, inevitablemente, da el tiempo, sus perfiles y sus consecuencias se dibujan con una nitidez mayor que en el momento en el que se vivieron. Seguí el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco desde la movilización social que se desencadenó en toda España y me pasé horas en la Puerta del Sol de Madrid esperando un desenlace que nunca llegaría, pues ETA capturó a Miguel Ángel para matarlo. Él vivió su agonía con la angustia de saberse sentenciado y lloró amargamente ante su destino. Su mirada nos llega, desde entonces, a través de esa fotografía llena de besos y de firmas de quienes, sin conocerlo, se condolieron con su aflicción. De ese retrato podría decirse lo mismo que escribió sobre el de otro perseguido Antonio Muñoz Molina: «Mira directamente a los ojos con la tristeza que tienen los muertos en las fotos, los testigos de una verdad terrible». Pues, en efecto, Miguel Ángel Blanco conoció el mal; supo antes de morir que hay seres humanos que, desafectos a la más elemental solidaridad, no solo son capaces de negar el amparo a sus semejantes, sino que se apropian de su vida, matándolos por razones políticas y sin que medie culpa alguna.
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— Fundación M.A.Blanco (@FundMABlanco) July 10, 2017
Pero, junto a esa verdad, también hay otra que, en el País Vasco, ya desde el inicio de la década de 1990 -y más concretamente desde que, en 1993, se pusiera en marcha la campaña del lazo azul, con ocasión del secuestro de Julio Iglesias Zamora– se había ido afianzando: la de la solidaridad con las víctimas del terrorismo. Con el caso de Miguel Ángel Blanco, pocos días después de que la Guardia Civil liberara a José Antonio Ortega Lara, esa corriente de empatía con quienes eran atacados por ETA alcanzó su cenit, mostrando así que, a pesar de la violencia y del miedo, era la mayoría de la sociedad vasca -respaldada en esto por la española- la que estaba contra los designios de la organización terrorista. Había nacido lo que se dio en llamar el «espíritu de Ermua». A partir de entonces, la solidaridad con las víctimas se ha mantenido de manera permanente como uno de los valores más positivos de los españoles que, incluso, tiene expresión legal -a través de la Ley de reconocimiento y solidaridad con las víctimas del terrorismo- e institucional -por medio de los múltiples monumentos que las recuerdan y de varios actos oficiales que, anualmente, se celebran en su memoria-.
El espíritu de Ermua produjo una fuerte inquietud en las filas del nacionalismo institucional. El PNV había mantenido una cierta ambigüedad con respecto a ETA, aunque rechazando su violencia, siempre dentro del marco político que proporcionaba el Pacto de Ajuria Enea -cuya principal idea fue que el final de la banda terrorista sería negociado y, por tanto, conllevaría alguna contrapartida política-. Más aun, a partir de 1995, como muchas veces decía mi hermano Fernando -asesinado en 2000-, el PNV se estaba aproximando cada vez más al radicalismo etarra, incluso a pesar de mantener un pacto de legislatura por el que el partido socialista participaba en el Gobierno del lehendakari Ardanza.
ETA manda flores a su funeral . Fin a una criminal locura que tiñó de sangre España
En este contexto, se temía en aquel momento que la avalancha de la opinión pública contra quienes habían matado a Miguel Ángel Blanco podía llevarse por delante no solo a quienes apoyaban a ETA desde Herri Batasuna -como los acontecimientos mostraban- sino al conjunto del nacionalismo. Ello hizo que los nacionalistas, presididos por Arzalluz, se inclinaran aún más hacia ETA -seguramente, sin el apoyo de Ardanza, que acabó dimitiendo en enero de 1999- buscando superar la situación de alguna manera. ETA, a su vez, necesitaba replegarse temporalmente, en espera de que las aguas se calmaran tras el error de haber planteado un ultimátum al Estado que este, de ninguna manera, podía aceptar y que había servido para legitimar y reforzar la lucha antiterrorista. El Pacto de Lizarra, suscrito en septiembre de 1998, sirvió así de punto de encuentro para todas las expresiones del nacionalismo que hallaron en él, aunque solo temporalmente, el refugio que precisaban, pues de manera inmediata ETA declaró una tregua que sirvió de placebo desmovilizador para la mayor parte de la sociedad vasca. ETA, en efecto, había dejado de matar y, entonces, de acuerdo con la doctrina de Ajuria Enea, era posible buscar su final negociado.
La tregua fue un fracaso, como todo el mundo sabe, porque las pretensiones de ETA para dar por cerrada la campaña terrorista eran excesivas, incluso para los nacionalistas moderados del PNV. Estos no pudieron asegurar casi ninguna de las demandas de la organización armada, de manera que ETA rompió el alto el fuego a final de noviembre de 1999 y, mes y medio más tarde, reinició la campaña de atentados. No obstante, los nacionalistas impulsaron desde el Gobierno que presidía Ibarretxe un proyecto de reforma política que conduciría a la independencia. El proceso correspondiente se extendió sobre nueve años y fue de fracaso en fracaso, tanto en el terreno institucional -pues el Plan Ibarretxe chocó con la negativa del Congreso en 2004 y, cuatro años más tarde, con la del Tribunal Constitucional a una ley de consultas dirigida a revitalizarlo- como electoral -pues el PNV retrocedió en todos los comicios que se convocaron después de su éxito en 2001-. Y, en 2009, perdió el poder cuando el socialista Patxi López logró instalarse en el Palacio de Ajuria Enea con la desinteresada ayuda del PP.
15,30 h
— Guardia Civil (@guardiacivil) July 10, 2017
Hace 20 años #ETA secuestró a #MiguelÁngelBlanco
Su asesinato siempre estará en nuestro recuerdo#20AñosMABpic.twitter.com/2yj83alhW9
Para ETA, las cosas también fueron mal. La reanudación de la campaña terrorista en 2000 encontró una respuesta política en el Gobierno que presidía José María Aznar, que implicó un importante cambio doctrinal: ya no se buscaría el debilitamiento de ETA para negociar con ella, sino su derrota. Tal fue la sustancia del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo que suscribieron el PP y el PSOE -y cuyos artífices en la sombra fueron los socialistas Mario Onaindia y Nicolás Redondo-. La nueva política antiterrorista, que también se apoyó en la revitalización del espíritu de Ermua -a través de asociaciones como el Foro Ermua y ¡Basta ya!, así como de la Fundación para la Libertad-, rindió pronto sus frutos y, al filo de 2004, había reducido a la nada la capacidad de ETA para cometer atentados. Lo que vino después, tras los ataques yihadistas del 11 de marzo, es otra historia, pues el giro que impulsó Zapatero hacia los planteamientos de Ajuria Enea solo sirvió para alargar durante seis años más la violencia etarra.
Hoy recordamos todos estos acontecimientos al rememorar el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Su sacrificio, como el de las otras víctimas de ETA, no fue en vano, aunque se ha tardado muchos años en desbaratar definitivamente el terrorismo. Lo que nos queda a quienes lo sufrimos en primera persona, dentro de nuestras familias, no es otra cosa que encontrar en la imperfecta justicia humana la satisfacción mínima de ver excluidos de la sociedad a quienes empuñaron las armas para cometer abominables atentados. Tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, su cuerpo yace en La Merca, el pueblo orensano del que procede su familia. Los demás asesinados descansan por toda la geografía española. De sus tumbas nunca se levantarán.
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