Hay jinetes de luz en la hora oscura
Francisco Javier Carrillo Montesinos | 07 de abril de 2017
A veces, la rutina positivista de una noticia periodística se quiebra, se rompe, salta en pedazos. Ocurre con frecuencia cuando los “hechos de guerra” muestran los rostros vivos de la muerte. Solo la expresión poética tiene la capacidad suficiente para narrar en un silencio abrumador a las víctimas del terror, a todas las víctimas del terror. Y suele recurrirse al Réquiem inacabado de Mozart o a una canción desesperada de Oum Kalthoum para acompañar el duelo. Se nos ha narrado a través de los medios de comunicación de masas que una población ha sido bombardeada con gases mortíferos, que técnicamente se clasifican entre las armas químicas.
Se dice y se afirma en los tratados internacionales que estas armas están prohibidas. Se han utilizado matando y contaminando a un número desconocido de personas concretas. En Occidente la reacción “moral” ha sido inmediata, sobre todo ante la visión de niños, mujeres y ancianos muertos o malheridos. Incluso el hospital (por llamarlo de alguna manera) fue alcanzado por esas bombas químicas y los médicos y enfermeras se vieron obligados a salir corriendo. En el Oriente árabe, la reacción “moral” es de rabia y de venganza matizada por el fatalismo tradicional del buen musulmán, aunque cabría matizar que no todos son musulmanes en la Siria profundamente herida. Hoy bien cabría asirse al latir del poeta y exclamar, junto a estas personas humana masacradas, aquellos versos de Walt Whitman: “Toco marchas para vencidos y víctimas”. Pero, ¿no se había quedado en que el enemigo era Daesh y las franquicias de Al Qaeda? ¿Es moralmente lícito bombardear con química prohibida a una población civil en donde los estrategas rusos y del ejército de Assad suponen escondido a un comando terrorista? Una cosa parece muy verdadera: únicamente los rusos y el ejército del dictador disponen de aviones para lanzar bombas, químicas o no químicas. De ahí que solo quede recurrir a la coartada, revestida de manipulación ética, para que se lleguen a justificar estos hechos de muerte como “efectos colaterales”.
En Occidente la reacción “moral” ha sido inmediata, sobre todo ante la visión de niños, mujeres y ancianos muertos o malheridos. Incluso el hospital fue alcanzado por esas bombas químicas y los médicos y enfermeras se vieron obligados a salir corriendo
Lo ocurrido en esta población siria es moneda corriente, con modalidades diversas, en las guerras de Oriente Medio, como también lo fue y es en Libia, Yemen, Sinaí, Sahel… Baste recordar la barbarie con que fue asesinado con frialdad y en aquelarre el dictador (también asesino) Gadafi. A las bandas armadas que lo ejecutaron, según informaciones de fuentes solventes, se les facilitó las coordenadas de donde se encontraba el dictador sirio. No interesaba a algunos que Gadafi escapara con vida porque “sabía demasiado” de una corrupción de ida y vuelta.
Es evidente que al nuevo terrorismo yihadista hay que combatirlo y vencerlo con las armas de guerra, junto a las armas de la paz. Pero en esta compleja guerra asimétrica no todo está permitido. El problema de la comunicación de este tipo de “guerra” es, no solo la amalgama, sino la depreciación del valor de la persona humana en la región a la que nos referimos (en otras, también). El martilleo constante de las narraciones de guerra que creemos nos son lejanas (al igual que nos parece lejana la de Ucrania en plena Europa) genera buenas dosis de desinformación (no solo militar, que tiene su lógica) en la forma de presentar a millones de seres humanos que, por la fuerza mediática (con carga objetiva ideológica), hace que el destinatario de estas noticias seriadas llegue paulatinamente a interiorizar que el valor de esas personas es diferente, inferior, al valor de nuestras propias personas. Este mecanismo es fácilmente contrastable. Y se puede llegar a la conclusión, terrible conclusión, de que la unidad esencial del género humano se está rompiendo con afirmaciones inadmisibles que se refieren a una jerarquización “étnica” y, por ende, cultural.
Es evidente que al nuevo terrorismo yihadista hay que combatirlo y vencerlo con las armas de guerra, junto a las armas de la paz. Pero en esta compleja guerra asimétrica no todo está permitido
¿Tienen la misma valoración y “reacción mundial” el sangriento y condenable atentado de Londres y los cientos de personas que mueren en atentados casi diarios en Iraq, Siria, Yemen, Pakistán, Afganistán, Turquía…? La dignidad de la persona humana debe ser igualmente valorada en todas las latitudes. Y esta es la razón en la que se basan los derechos humanos universales, de tan difícil aplicación, en muchísimos casos, por omisión. El papa Francisco, que pienso es la más destacada “autoridad moral” a nivel mundial, ha demostrado, con solo un ejemplo de vida (y hay muchos), la actitud ética, solidaria, ante la emigración y los refugiados que forman parte integrante, como todos nosotros, de la unidad de la especie humana. Y que son portadores de la misma dignidad que los une a nuestra propia dignidad. Muchos de ellos, musulmanes o cristianos, huyen de las guerras de cada día, del terrorismo yihadista o del terror al ser víctimas de “efectos colaterales”.
La enorme presión mediática, apenas analítica, de la narración cotidiana de periodismo objetivista, puramente factual, termina desinformando, generando posverdad. El contexto no ayuda, con los vertiginosos ritmos de las redes sociales, de internet, en pleno retorno de un nuevo estilo de “guerra fría” entre las grandes potencias, entre los poderes regionales emergentes y con ocho Estados detentores de armamento atómico, relanzados hoy, como en los “viejos tiempos”, en una inquietante carrera de armamentos. En estas coordenadas, la masacre de población civil, de personas humanas, en una localidad de Siria se va a considerar como un inevitable “eco de sociedad”. Ese es el problema, un inevitable “eco de sociedad”.