Hay jinetes de luz en la hora oscura
Justino Sinova | 11 de marzo de 2019
Se cumplen 15 años de los fatídicos atentados del 11-M, del cual se culpó de manera insólita a un imaginario incitante de los terroristas que resultaba ser el Gobierno del PP y que llevó a La Moncloa a Rodríguez Zapatero.
El jueves 11 de marzo de 2004, estábamos empezando la tertulia matinal en Telecinco, La mirada crítica, aquel admirable programa que había puesto en marcha Vicente Vallés, cuando llegó la noticia alarmante de que una potente bomba había estallado en la estación ferroviaria de Atocha, en Madrid. La primera impresión, consecuencia de la maldita rutina criminal de ETA, fue que la banda terrorista había decidido entrometerse en la campaña electoral tres días antes de las votaciones. Las siguientes noticias de nuevas explosiones, que acabarían sumando diez en cuatro trenes, produjeron el efecto de confirmar el indicio de que ETA se había vuelto aún más loca de lo que estaba.
La convicción de los primeros momentos nos condujo a todos los contertulios a rechazar como una maniobra un desmentido exculpatorio de Arnaldo Otegi: espantado, incluso él, por la dimensión de la embestida, corría a borrar a sus colegas del escenario. Era general la sospecha. El lehendakari Juan José Ibarretxe, que se adelantó en la maldición de lo que desde el primer momento se presumía una masacre, ya había condenado a ETA. Y tras Otegi, quien compareció en el ritual de las reprobaciones fue Patxi López, secretario general de los socialistas vascos, para pedir “actuar contra ETA sin fisuras”.
Pocas horas después se abría paso, por el contrario, el presagio de que los atentados podrían ser obra de grupos islamistas y se abrió un verdadero combate político para atribuirlos a unos o a otros. El trasfondo de la averiguación y de la agitación desatada en medios de comunicación y en las calles también era político. Se rompió la unidad social contra el terrorismo por la certidumbre de que la identidad de los autores iba a afectar a las elecciones, sobre todo a las elecciones. El Gobierno de José María Aznar empezó señalando a ETA y, cuando se tuvo algún indicio de la autoría islámica, la oposición lo utilizó en los medios y en la calle para acorralarlo.
El trasfondo argumental que convirtió los atentados del 11-M en un artefacto político letal era así de simple: España ha apoyado la guerra de Iraq, los yihadistas han atacado, por lo tanto el Gobierno tiene la culpa. Y la derivada: pasémosle factura en las elecciones. Así pues, la culpa de un espantoso atentado criminal (193 asesinados y casi 2.000 heridos) se atribuyó de manera insólita no a los autores, como siempre se había hecho con toda lógica durante los terribles sufrimientos causados por los etarras, sino a un imaginario incitante de los terroristas que resultaba ser el Gobierno del Partido Popular.
El lucro político espoleó la exigencia constante de información al Gobierno para que anunciara la identidad de los autores, un ultimátum aplicado en dosis insistentes al que el ministro del Interior, Ángel Acebes, respondía con los datos que le iba ofreciendo la investigación policial (como luego demostró El Mundo). Al apremio se añadió la presión en la calle contra el partido gobernante, muchas de cuyas sedes provinciales fueron apedreadas y sus oficinas centrales, en la calle Génova de Madrid, rodeadas durante horas por miles de personas que lo acusaban de ser el causante del atentado. Una pancarta aclaraba el móvil de la protesta: “Aznar, por tu culpa pagamos todos”.
Pasó todavía algo más. Mariano Rajoy, candidato entonces, pidió a la izquierda que desautorizara el acoso contra su partido, “unos hechos gravísimos para influir negativamente en las elecciones”, dijo, pero la respuesta de Alfredo Pérez Rubalcaba hizo el efecto de un misil contra los populares: “Necesitamos un Gobierno que no nos mienta”. Un dato sobre las manifestaciones fue especialmente relevante: tuvieron su máxima concurrencia y duración el sábado 13, que era el día de reflexión en el que está prohibida toda actividad política y en el que se incumplió la ley con el auxilio por inhibición de los partidos de izquierda. Fue una jornada negra para la democracia, la primera y única vez hasta ahora en que se violó una esencial norma electoral.
El resultado de las urnas el día 14 respondió a la finalidad de la protesta, la estrategia de las acusaciones y la utilización política del dolor. Se produjo un vuelco radical. Siete días antes, las últimas encuestas pronosticaban una clara victoria del PP (42,1% de los votos frente al 37,6% del PSOE decía la de El Mundo, en términos parecidos a las demás); la única duda era si alcanzaría la mayoría absoluta, objetivo que días antes le auguraba el CIS, cuando aún mantenía su crédito. Las urnas mostraron el efecto de la agitación (42,59% el PSOE y 37,71% el PP) que llevó a La Moncloa al socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Los atentados del 11-M y la posterior administración estratégica desviaron el rumbo de la política en España.
Y, a pesar de que el juicio declaró probada la autoría material de la embestida, quince años después conocemos las consecuencias (humanas y políticas) pero persisten sombras sin esclarecer: ¿quién organizó el desastre? ¿Hubo algún país implicado? ¿Qué se pretendía con los atentados del 11-M?
Quim Torra ha ordenado descolgar los lazos amarillos de los edificios públicos. El presidente de la Generalitat dispara para seguir haciendo ruido y se esconde tras el humo. Sánchez no da la cara y es el Poder Judicial el que defiende el Estado de derecho.