Hay jinetes de luz en la hora oscura
Toby Young | 29 de marzo de 2021
Los cursos sobre prejuicios inconscientes, lejos de animar a los blancos con éxito a «chequear» su «privilegio», los instruyen sobre cómo dar publicidad a su estatus superior utilizando un código secreto que solo entienden otros blancos privilegiados.
Esperaba ingenuamente que la declaración del año pasado de la ministra de Igualdad en la que explicaba por qué se estaban eliminando gradualmente los cursos sobre prejuicios inconscientes en la Administración pública pudiera frenar la multiplicación de este tipo de cursos. Al fin y al cabo, el escepticismo de la ministra no se basaba en un desacuerdo político, sino en una investigación encargada al Behavioural Insights Team (BIT) que concluía: «No existen hoy en día pruebas de que este tipo de cursos de formación cambien el comportamiento a largo plazo o mejoren… la igualdad en términos de representación de las mujeres, las minorías étnicas u otros grupos minoritarios».
Leyendo entre líneas, es evidente que el BIT piensa que los cursos sobre «prejuicios inconscientes» son poco más que los elixires de aceite de serpiente que vendían los charlatanes en el lejano Oeste, y existe una gran cantidad de literatura en ciencias sociales que respalda esta opinión. Las pruebas empíricas que sugieren que existe una relación causal entre los prejuicios inconscientes de las personas y la infrarrepresentación de las minorías en las universidades o en profesiones como el derecho, la contabilidad y la banca son escasas. E incluso si se aceptan sus premisas, hay pocas pruebas que sugieran que sacar estos prejuicios a la luz tenga un impacto duradero en el comportamiento de las personas, haciéndolas menos discriminatorias una vez que han seguido el curso.
Sin embargo, este tipo de cursos sigue extendiéndose como la mala hierba. Todas las instituciones y empresas que se precien los han introducido y muchas de ellas los han hecho obligatorios. Esto incluye a colleges de Oxford como Christ Church, Balliol y Somerville, organizaciones benéficas como Parkinson’s UK y la Cruz Roja, y empresas como Sodexo, Accenture y Coca-Cola. La creencia en esta cháchara raya ahora en lo sagrado y cualquiera que la cuestione se enfrenta a un proceso disciplinario o a algo peor. Hace un par de semanas, Bill Michael se vio obligado a dimitir como presidente de KPMG después de calificar el concepto de prejuicio inconsciente como «una completa y absoluta chorrada».
Entonces, ¿cómo se explica su popularidad a pesar de todas las pruebas que sugieren que es el equivalente del siglo XXI a las judías mágicas? Creo que es porque hace lo contrario de lo que dice en su hoja de instrucciones. Lejos de animar a los blancos con éxito a «chequear» su «privilegio», los instruye sobre cómo dar publicidad a su estatus superior utilizando un código secreto que solo entienden otros blancos privilegiados.
Así que, cuando se les dice que denuncien la blanquitud, no están afirmando su inferioridad respecto a los negros e indígenas de color, sino su superioridad respecto a los blancos de clase baja -como los trogloditas que votaron por el brexit– que nunca se autoflagelan racialmente. Cuando se les pide que acepten que no basta con ser no-racista, sino que hay que ser anti-racista, eso no tiene nada que ver con la eliminación de los prejuicios. Más bien, se trata de distinguirse de sus semejantes menos woke.
La creencia en esta cháchara raya ahora en lo sagrado y cualquiera que la cuestione se enfrenta a un proceso disciplinario o a algo peor
Visto así, hay algo triste en los paletos como Bill Michael que se oponen a estos cursos alegando que no tienen sentido. Uno se imagina a los otros altos ejecutivos sentados alrededor de la mesa pensando: «Todos lo sabemos, grandísimo idiota. Pero fingir que es de vital importancia es una forma de pulir tus credenciales antirracistas y eso, a su vez, transmite a tus colegas que perteneces a este club de élite. Si aún no lo has entendido, quizá deberías estar trabajando en Grant Thornton». El expresidente de KPMG es como un personaje de una novela de Evelyn Waugh que se opone a alguna pose afectada de la clase alta por considerarla poco práctica. Pero es que se supone que los indicadores de alto estatus no tienen ningún beneficio concreto. Su inutilidad es su objetivo.
Así que la mejor manera de entender los cursos sobre «prejuicios inconscientes» es como si fueran un curso intensivo de la versión woke de U y no-U. Esa era la terminología utilizada por un profesor de lingüística británico en los años 50 para diferenciar el dialecto de clase alta (upper) del de clase no alta (non-upper). En 1954, por ejemplo, la palabra «lavatory» era U y «toilet» era no-U, y en 2021 describirse a uno mismo como «antirracista» es U y como «no-racista» es no-U. Por la misma razón, la frase «people of colour» es U y «coloured people» es no-U, «African-Caribbean» es U y «Afro-Caribbean» es no-U, y así sucesivamente. Cuanto más minúscula sea la diferencia, mejor servirá para distinguir a los pijos de la gente de a pie. Si este fuera un artículo en Tatler, ahora les largaría una larga lista woke de palabras U y no-U, pero como esto es The Spectator, tres ejemplos serán suficientes.
Paradójicamente, esto significa que los millones de libras al año que nuestras élites gastan en formación sobre prejuicios inconscientes no son una completa pérdida de dinero. No hacen nada para combatir la desigualdad, pero reclutan a gente para la clase dominante. Para los aspirantes a ser nuestros señores es el equivalente de las viejas lecciones de oratoria y retórica.
George Floyd no solo murió por ser negro. Murió porque los policías, nada más ver su color, su ropa y su comportamiento, lo imaginaron como el tipo de persona que carece de poder.
Cada año creo menos en la reivindicación en favor de los derechos de la mujer de todos estos grupos radicales, comunistas, batasunos y separatistas; tengo la impresión de que solo es una excusa más para su proyecto de ingeniería social.