Hay jinetes de luz en la hora oscura
Ricardo Franco | 29 de marzo de 2020
Todo está cerrado y apagado, como una ciudad fantasma, porque hay un virus muy contagioso que ha atravesado las fronteras de China para encerrarnos en una cuarentena cuasi medieval.
Sentado en el despacho, ha caído sobre mí el mismo manto de silencio expectante que ha engullido a todo el país. Un silencio antinatural para esta tierra de música y conversaciones despreocupadas. Todo está cerrado y apagado, como una ciudad fantasma, abandonada hace unos días. No se oye nada; absolutamente nada más allá de los ventanales, excepto el zumbido sereno del silencio entre las partículas de polvo, y una leve llovizna sobre las calles.
Ha enmudecido todo: la muchacha de la triste tonada sefardí y las palmas gitanas en Plaza Nueva. Se ha callado incluso el desubicado cantante irlandés de la sobremesa en Las Pasiegas y el pesado tamborilero budista, que debería relajar, pero desasosiega. Tampoco se oye nada en las terrazas abandonadas de los restaurantes, salvo el eco de algún paso apresurado sobre la piedra fría, o el imprevisto aleteo de algunas palomas. Se han recogido los Cristos sufrientes, y las Vírgenes lloran solitarias en la oscuridad de sus capillas, para atravesar también esta extraña y verdadera cuaresma. Ha enmudecido todo sin remedio y sin respuestas, como si el silencio del horno de nuestro patrón, san Cecilio, se hubiera propagado por todas las callejuelas, junto al humo de su martirio.
Y todo porque hay un virus muy contagioso que ha atravesado las fronteras de China para encerrarnos en una cuarentena cuasi medieval, mientras esperamos, entre asustados y escépticos, el paso del anciano ángel de Yahvé a la altura de nuestra puerta.
Y no sé por qué he volado -como siempre- hasta un pasado desconocido, pero al que misteriosamente pertenezco por filiación y fatigas. He pensado en la verja oxidada de un jardín, en su abandonada floresta y en la melancólica añoranza de alguien asomado para recordar el último paseo junto a su padre, antes de que todo se pudriera.
Al cerrarse la verja a sus espaldas, supo que algo se iba muriendo, aunque no supiera aún qué era eso de morirse, y sin poder precisar más que una profunda decadencia y una inconfesable lejanía con todo lo que había nombrado y estimado. Desde que descubrió aquella desobediencia insípida, sus mejores sentimientos ya no duraban más que el tiempo que tardaba en olvidarlos, y sus decisiones, antaño fecundas y ciertas, ahora eran solo pura vacilación de una mente sobrecargada.
Al candor y la ternura, le siguió el rugido iracundo de la queja y el reproche a su propia carne. A la gratuidad y magnanimidad innatas, le siguió una codicia obsesiva por las cosas y las personas, que lo debilitaba poco a poco. Y a la antigua visión amplia y luminosa de mañanas recién hechas, le siguió la ceguera en un páramo seco, bajo un cielo blanco, sin fondo ni nubes.
Se han recogido los Cristos sufrientes, y las Vírgenes lloran solitarias en la oscuridad de sus capillas, para atravesar también esta extraña y verdadera cuaresma
Al corazón lleno de agradecimiento que había recibido, le nació un tallo negro de mala hierba que consumía su vida e inoculaba una tristeza endémica para toda su descendencia, hasta el día de un desgarro ignoto, de perenne regusto a lágrima reseca. A esa parálisis la llamó muerte. Pero el dolor era innombrable.
El viejo Adán hilaba estos pensamientos al acariciar los oxidados barrotes de la verja que lo separaba de un pasado feliz y lo unía para siempre al deseo ardiente de volver a casa. De volver a ver a su padre amoroso, junto al que ningún padecimiento podría herirle.
Después, el ladrido de un perro me ha sacado de mi extraño ensueño bíblico para zambullirme de nuevo en este silencio vírico y expectante del que ya no salgo. Como un silencio dentro de otro, más denso y pacífico. Y como un viejo Adán entre vosotros, también me ha embargado la anhelante espera de quien puede abrazar sin escrúpulos mi infección mortal, tal y como abrazó su madero. Ese día, sabedlo bien, no habrá decaimiento, enfermedad o virus que me impida salir para verlo atravesar las zarzas de mi abandonado jardín, y unirme a él para siempre.
Se trata de un virus aviar que produce síntomas respiratorios parecidos al catarro, que pueden desembocar en neumonía, y que ya ha alcanzado una tasa de mortalidad cercana al 2%.
Con el coronavirus hay que entender que no estamos ante una catástrofe planetaria de película, pero tampoco ante una simple gripe que se cura con paracetamol.