Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Zerolo | 22 de diciembre de 2020
La ley de eutanasia es el reflejo de un nihilismo que, por desgracia, está demasiado arraigado. Legalizar el drama de la vida, que es la muerte, significa normalizarlo como quien homologa cualquier otra conducta.
¡Cómo no lamentar que una parte de la sociedad reclame el derecho a dejar de vivir! Es la expresión cultural de una tristeza profunda.
El suicidio en sus distintas variantes siempre ha estado presente en todas las civilizaciones, porque la vida esconde un drama con el que todos debemos lidiar. A veces la tensión se hace insostenible y la persona, asomada sola al abismo de su drama, decide acabar con su vida. Nadie puede mirar a solas su propio límite. No soy quién para dar razones de esta cuestión, me basta con afirmar el inmenso dolor que representa. No obstante, si bien es cierto que la posibilidad de acabar con la propia vida siempre ha existido, no siempre se ha reclamado como derecho. Pasar del hecho al derecho es cruzar el Rubicón, es un espacio que cambia muchas cosas. Supone la aceptación y validación del hecho.
Un cierto moralismo ajado podía hacer una condena moral absoluta al suicidio. Yo todavía he visto a un sacerdote condenar a un cristiano y negarse a oficiar el funeral. Restos marginales de otra época, gracias a Dios. El drama humano debe ser abrazado por Aquel que puede hacerse cargo hasta de las manchas del suelo del Infierno, por Aquel que bajó a los abismos del mal. Convivir con el drama de la vida, que es la muerte voluntaria, no es fácil. Pero la simplificación de normalizarlo, como se normalizan los defectos, las diferencias y las incapacidades, no significa otra cosa en el fondo que nuestra incapacidad para soportar la diferencia. Y la diferencia más insoportable es la que distingue la vida de la muerte, esa distancia insalvable que nos inquieta y nos mantiene agitados, como dice Jorge Freire.
Legalizar el drama de la vida, que es la muerte, significa normalizarlo como quien homologa cualquier otra conducta. Esa es la función de la ley, distinguir entre lo normal y lo anormal. Y aquí llegamos al punto donde debemos distinguir y afinar para intentar comprender qué está pasando.
¿Se ha normalizado algo anormal? ¿Lo anormal es entendido mayoritariamente como normal?
No deseo hacer un análisis cuantitativo, ni sé, ni quiero. No dispongo de los datos acerca de cuántos españoles están a favor de la ley, ni de cuántos en contra. Esto es obligación moral del legislador, que representa a la sociedad en su conjunto, y no solo a una parte. Él deberá rendir cuentas con los datos de que disponga.
De lo que sí dispongo es de la capacidad de observar el contexto en el que nace esta ley.
Decía Javier Gomá el pasado 15 de diciembre en un tuit que «el primer mandamiento de un intelectual con proyección pública es demostrar que conoce el dolor general de la gente y que cuanto escriba y diga está basado en el respeto sagrado que le inspira». En efecto, mirar de frente al dolor, al de los demás y al propio, es el mínimo ejercicio de conciencia exigible para poder pensar lo común.
El dolor de un matrimonio holandés que firma una declaración jurada de eutanasia cuando ya no sean útiles para la sociedad, porque no quieren depender de nadie.
El dolor de un cuarto de la población española que vive sola, absolutamente sola, y que pasa semanas sin que nadie sepa nada de ella. Que pueden morir y nadie echarlos de menos en días. Un porcentaje que puede alcanzar el tercio de la población en países como Inglaterra.
El dolor de ancianos aislados en residencias que, por magia del lenguaje, ya no se llaman asilos. Algunos necesitan medicalización y es materialmente imposible mantenerlos en casa, pero no nos engañemos, la mayoría molestan y ahí quedan. El panorama de una galería soleada con ancianos alineados, en silencio, con la mirada perdida, pesa sobre nosotros. Algún día nos harán lo mismo.
El dolor de un matrimonio en el que cada cónyuge ahorra en su propia cuenta particular para una futura residencia digna, porque no cree que nadie más vaya a hacerse cargo de él.
El dolor que difícilmente reflejan las cifras de suicidios, y que no acallan la realidad de que es la principal causa de mortalidad en nuestro país.
El dolor de hombres y mujeres que no quieren traer vida nueva a un mundo como este, que consideran un acto de egoísmo hacer pasar a sus posibles hijos por el drama de arrastrarse en penitencia por este lodazal.
El dolor de ser una madre sola, y sentir a tu hijo como un peso.
El dolor psicológico que las drogas no pueden acallar, las penas que no se ahogan en alcohol porque siempre, en la peor hora de la noche, salen a flote.
Se dibuja un horizonte definido por la línea que marca el momento en el que seremos dependientes y nadie querrá cuidar de nosotros. Afortunado aquel que no se encuentre en este caso, pero debe saber que forma parte de una minoría mundial. Cuando llegue el momento, aquello que no haga yo por mí mismo, no lo hará nadie por mí, y la alternativa de un Estado que me aplique cuidados paliativos para hacer mis últimas horas menos dolorosas no aplaca el miedo de una muerte en soledad. Nos asusta más la soledad que el dolor o, dicho de otra manera, lo que más nos duele es la soledad. Para mí el Estado nunca ha sido la garantía de ningún tipo de inseguridad existencial, y nunca me ha hecho compañía, ni desde la cuna, ni desde la tumba. Falta el sujeto de carne y hueso que se haga cargo del cuidado del otro.
¿Quién se hará cargo de mí cuando ya no pueda contar cosas interesantes, quién recogerá mis fluidos corporales cuando yo no sea capaz de controlarlos, quién me querrá cuando huela mal, quién me acompañará cuando tan solo necesite que se sienten junto a mí más de cinco minutos?
Yo tuve la suerte de ver morir a mis abuelos y a mi padre en casa. De ser testigo de la decadencia corporal y mental, y por eso ahora no me fascinan tanto los brillos de las vidas en el clímax del éxito. Por eso ahora entiendo la gloria de nuestros fracasos, que no son más que pequeñas muertes de nuestro orgullo para dar paso a una vida más plena, más humana, y más dependiente. Recogemos los frutos de una vida separada desde hace mucho tiempo de la muerte, de la debilidad y de la fragilidad. Somos más sentimentales, pero apartamos los ojos ante el dolor propio y ajeno porque quizás hemos perdido a quien pueda acompañarnos bien en esos trances. Aplaudimos con enajenado frenesí a la muerte para ahuyentarla, como quien agita las manos para espantarse los mosquitos de la cara o el polvo de los ojos. Hace mucho tiempo que nos quitamos de en medio la muerte, y ahora se nos escapa la vida.
Qué forma tan distinta la de la muerte de Cawdor, héroe del Macbeth de Shakespeare, a quien, más que escapársele la vida por entre los dedos, parece devolverla con agradecido desprendimiento:
«Nada fue tan honroso en su existencia
como la forma de dejarla. Fue a morir
como quien ha ensayado ya su muerte,
y se desprende de lo que estima más,
como si de algo fútil se tratara»
La ley de eutanasia es un drama escrito por nosotros, dramaturgos posmodernos. Está a la altura de nuestro tiempo. Es el reflejo de un nihilismo que, por desgracia, está demasiado arraigado, y que no es solo el lujo de los intelectuales, sino el virus de los normales: la soledad y el miedo.
«El aborto y la eutanasia son males a los que se pretende disfrazar de “derechos”», alerta el director del Observatorio Demográfico CEU. Leguina se pronuncia sobre estos y otros temas, como los cuidados paliativos, la soledad de los mayores o el invierno demográfico que congela a España.
El jefe de Sección de Cardiología del Hospital Gregorio Marañón aporta argumentos bioéticos y científicos que evidencian que la legalización de la eutanasia que pretende el Gobierno es inaceptable.