Hay jinetes de luz en la hora oscura
Higinio Marín | 18 de noviembre de 2020
Los sujetos económicos y políticos están autorizados a procurar su ambición, por lo que han encontrado en el deseo de placeres de la mayoría y su exacerbación el medio perfecto para ponerlos a su servicio, mientras dicen servir a su bienestar.
Se puede desear lo imposible pero solo se puede elegir lo posible. El aserto aristotélico parece imperturbable en su claridad. Y aunque persiste su verdad genérica, lo cierto es que lo imposible puede hacerse posible y que desearlo puede formar parte del proceso de mutaciones cuya suma compone el movimiento de la historia.
La Antigüedad grecolatina fue ajena a ese movimiento, que siglos más tarde tomó la forma moderna del progreso. Pero, mucho antes, el cristianismo supuso una educación de los deseos de lo imposible, que discriminó entre los que cabía alentar por imposibles que parecieran -tales como la resurrección de los cuerpos, la dicha eterna o la contemplación de Dios-, y los que implicaban una ensoñación de poderes secuaces para cumplir deseos caprichosos. Los primeros estaban en manos de la omnipotencia misericordiosa y eran accesibles mediante la oración; los segundos alentaban las falsas promesas de la magia.
Por eso, desde antiguo aprender a orar no solo incluyó una terapia del deseo (…hágase Tú voluntad…), sino que implicó su neta diferenciación de la magia: rezar no es activar resortes de un automatismo que da cumplimiento a nuestros deseos. Al contrario, para el cristiano la omnipotencia suplicante de la oración implica un aprendizaje curativo del deseo que, para empezar, se acepta como tal al tomar la forma del ruego, inconfundible con la omnipotencia subyugante de un conjuro.
Históricamente, esa disociación de la nueva piedad de las antiguas formas de invocación de poderes llevó desde el repudio de la idolatría y el abandono de ritos adivinatorios, hasta las cruentas persecuciones de brujas practicadas desde el siglo XV al XVIII en regiones de Alemania, Suiza, Países bajos y Dinamarca, mucho menos en Francia y apenas en Italia y España.
Vico resumió todo lo anterior al señalar que, si bien ‘adivinar’ y ‘divino’ tienen la misma procedencia, el cristianismo desautorizó todas las formas cúlticas de la adivinación. De hecho, la nueva religión las sustituyó por formas dialógicas y rogativas que revelaban a los suplicantes tanto su propio arbitrio como la poderosa omnisciencia divina. Desde entonces, la biografía personal y la historia común se convirtieron en el campo abierto del diálogo orante de los hombres con el Dios único.
La crisis del cristianismo europeo y el lánguido pero masivo abandono contemporáneo de las éticas civiles ha dado paso a una pedagogía ejercida por los medios de comunicación y la elaboración publicitaria de los deseos. Los desarrollos tecnocientíficos abren posibilidades que amplían el campo de la elección, en la medida en que son comercializados en el mercado y convertidos en derechos por el Estado. Así que uno y otro se han convertido en los agentes históricos que transforman los deseos imposibles en posibles.
Ni las familias y los colegios son escuelas de futuros ciudadanos, ni la universidad es la cantera de los profesionales que precisa el sistema productivo e institucional de un país
Ambos han venido a sustituir a los genios cumplidores de deseos mediante la continua e ilimitada transformación de lo deseable en posible que hemos venido a identificar con la libertad y el progreso, aunque más bien se trate de un bienestar consumista acunado estatalmente.
Pero el Estado y el mercado no solo transforman nuestros deseos en posibles, sino que, más efectivamente, convierten en deseable lo que la tecnociencia o el Estado mismo han hecho posible, tutelando de ese modo la dirección y el régimen de los deseos de esta nueva ciudadanía consumidora de productos y servicios estato-mercantiles.
Y como los sujetos económicos y políticos están autorizados -desde la fundación de la economía y la política como ‘ciencias’- a perseguir su avaricia y a procurar su ambición, resulta que el deseo de riquezas de unos y la manía de poder de los otros han encontrado en el deseo de placeres de la mayoría y su exacerbación el medio perfecto para ponerlos a su servicio, mientras dicen servir a su bienestar.
Hace tiempo, pues, que el Estado se ha convertido en un dadivoso satisfactor de cuantos deseos se le propongan y sean susceptibles de ser transformados en derechos. La forma contemporánea del conjuro que transforma los deseos en derechos es su carácter multitudinario o su multiplicación mediática. Pero no es el Estado el que queda hechizado por una ciudadanía multitudinaria y demandante de nuevos derechos y productos, sino que la hechizada es esa misma multitud que cree tener a su servicio un sistema institucional que los somete bajo el peso de sus propios deseos satisfechos.
Por eso, la forma actual del Estado y el mercado necesitan establecer y difundir entre los ciudadanos la morfología del sujeto caprichoso cuyos deseos toman la forma imperativa e irresistible de las necesidades, al tiempo que su frustración le resulta intolerable. Sin la invención de deseos y su transformación publicitaria, social y mimética en necesidades, no habría el consumo en la media precisa para la sostenibilidad de un mercado y de un Estado dadivosos de satisfacciones.
A diferencia de la ensoñación del genio tacaño que obligaba a escrutar bien el orden y la importancia de nuestros deseos, el Estado y sus administradores prefieren que tengamos muchos y tan insólitos como sea posible, pero ninguno que el Estado mismo o el mercado no pudieran satisfacer, porque esa insatisfacción sería sediciosa y amenazaría la avaricia de unos, la megalomanía de otros y la satisfacción hedónica de todos.
Esa forma obesa del deseo caprichoso convertido en derecho y consumo requiere de una dieta que apague en los sujetos todo deseo insatisfacible por el Estado o el mercado. Por eso, para romper el encantamiento del estatalismo mercantil del bienestar no basta con desear lo imposible y hay que saber qué desear. Para empezar, se pueden priorizar los deseos de bienes que no solo no disminuyen si se comparten, sino que crecen al compartirse, y de esa clase son el saber, la confianza, la alegría, la paz, la esperanza, la compañía, la justicia, la concordia.
En segundo lugar, se pueden abrir espacios institucionales donde la lógica del crecimiento propio mediante el crecimiento ajeno y común sea imperante, y donde las interrelaciones con el Estado y el mercado no supongan una servidumbre clientelar. Las familias, las sociedades culturales, deportivas, las comunidades religiosas y las universidades son, por ejemplo, ámbitos propicios para esa pedagogía social del deseo de bienes que crecen compartiéndose.
Cuando una familia, un colegio, una institución cultural o universidad pasan a concebirse como empresas y privilegian ese punto de vista como el primordial, no están haciendo un alarde de realismo e inteligencia adaptativa, sino sometiéndose necia y disciplinadamente al régimen de bienes que disminuyen si se comparten, y que obliga a ganar lo que otros pierden.
Ni las familias y los colegios son escuelas de futuros ciudadanos, ni la universidad es la cantera de los profesionales que precisa el sistema productivo e institucional de un país. Concebirlas así es liquidarlas. Y no es que la formación de ciudadanos y profesionales sea un aspecto desdeñable, es que solo cabe formar ciudadanos libres y profesionales benéficos en instituciones fundadas en una dinámica del exceso, es decir, del deseo de dar de más bienes que crecen compartiéndose.
Esos espacios institucionales consisten en la propia autonomía de sus fines y no pueden estar esencialmente subordinados a ningún otro sin malograrse. Ciertamente, prestan un servicio crucial al Estado formando personalidades capaces de asumir sus deberes cívicos y laborales. Pero lo hacen en la medida en que desbordan los fines del Estado y se atienen al beneficio de personas singulares de valor incondicional.
Aunque imprescindible, el Estado no es, desde el punto de vista antropológico, más sino menos que la familia, las sociedades de amigos, las organizaciones de voluntarios, las parroquias o las universidades, porque es en esas comunidades donde se segrega el sentido y se atienden y educan los deseos de lo imposible que merecen ser alentados. Encerrar el deseo en el horizonte de las satisfacciones suministradas por el Estado y el mercado es un avasallamiento típico de los borrosos totalitarismos morales en que se están convirtiendo nuestras democracias.
Sin la idolatría de la vida presente y «de calidad», convertida en criterio último que debe dirigir nuestras terrenas vidas, resulta difícil comprender tantas actitudes y decisiones con las que hemos respondido a la pandemia de la COVID-19.
Las ideologías rencorosas que buscan cambiar el miedo de bando están prontas a llamar machista a todo el que las discute, en la confianza de que un eco sin identidad les servirá de coro para acallar e infamar al que discrepe.