Hay jinetes de luz en la hora oscura
Ricardo Franco | 18 de junio de 2020
Muchas noches me desvelo. Me desvela la dichosa belleza, que desboca historias y versos, los recuerdos de antaño, ya sin su aguijón certero.
Mientras otro día se desboca hacia su abismo de sombras para no volver, y terminamos el cuento y la oración infantil, la noche espera puntual a un ángel mudo, que la extiende lentamente, sin arrugas y recién planchada, sobre los campos y las ciudades sin sueño, hasta cubrir el mundo con su infinito manto azul.
Las mujeres de mi casa se han recogido el pelo unas a otras y, por fin, coronadas con un moño, se abandonan al piadoso culto del lecho, donde hilvanan rosarios de sueños, que se desprenden de la memoria si les pregunto. Entonces, también yo me entrego a esa deliciosa retahíla de sueños encadenados, pero despierto. Porque muchas noches me desvelo. Me desvela la dichosa belleza, que desboca historias y versos, la música en su acorde, los trazos de óleo para los lienzos, disculpas no pedidas, voces, gestos, y sobre todas las cosas, los recuerdos: los recuerdos de antaño, ya sin su aguijón certero.
Así que muchas noches cruzo el pasillo manchado de sombras, me asomo al balcón y miro la esquina donde las banderolas descoloridas de esa fiesta que no fue se mecen en la luz amarillenta de los faroles. Ya es tarde. No se oye nada. Nadie pasa ni se detiene, excepto el divagar de alguna palabra o algún cante enroscado a esas imágenes sin orden que, irónicamente, llamo pensamiento. Miro el cielo, pero las estrellas también se han ido lejos buscando un prado más tranquilo y oscuro, donde extender su vía láctea sin miedo.
Y al divagar, divago ya sin freno, remonto las ventanas y los áticos como el niño volador que siempre he sido, y me elevo sobre Granada y sus cipreses sombríos. Me elevo tanto -tanto- que puedo ver incluso el embudo del Estrecho, y oír el golpe de las olas en el casco de mi barco guerrero, y oler el café insomne de la segunda guardia, mientras una luna de plata ilumina la estela que deja la popa sobre las aguas. Ay, mi barco. Si yo contara… Pero sigo volando. Y si miro más al sur, ahí siguen los enjambres de pesqueros rusos olvidados en el archipiélago canario. Aunque ese no era mi destino. Ya me embarcaré en otra ocasión o en otro sueño…
Así que enfilo hacia el norte, alcanzando, por fin, el paisaje serrano que se abre más allá de Deifontes, las cuevas vacías de bandoleros, el túnel de Santa Lucía, y el mar pardo de olivares donde los hombres se castigan recogiendo las olivas por cuatro euros. Y sigo y sigo, sin parar, sobre las fantasmagóricas ruinas de cortijos y ventas, donde todavía resuena el eco de alguna voz perdida del pasado, y llego, por fin, a la llanura donde mi querido toro de lidia indultado posa aburrido entre amapolas y cardos.
A esta altura se ven mejor esos pueblos blancos de cal, que parecen derretirse en la falda de las montañas y titilan como estrellas terrestres en la lejanía. Me acerco y veo mejor sus casas con sus patios, y los deseos desbordados en los pozos y en el corazón de sus gentes, que quizá ya duermen, o quizá siguen rumiando despiertos en sus camas, el tedio y la rutina de otra jornada sin belleza ni aliciente. Lo veo todo envuelto en este azul que se proyecta en las fachadas y alarga las sombras como almas en pena hasta esas colinas de cuerpos postrados. Pero sigo adelante, sin detenerme, sabiendo que estoy cerca de donde hoy soy llevado.
Porque de la negrura nocturna he pasado al amanecer de un Madrid asustadizo y coronado de azules, morados y rosas, que ceden obedientes al destello de un nuevo sol. Pero yo no veo tierra alguna, ni ríos ni prados, ni islotes de alamedas en medio de los campos. No veo arrabales ni carreteras infinitas que anudan las ciudades del extrarradio. Solo aparece ante mí una ventana; la ventana de mi infancia; y en ella el rostro moreno de una mujer que se asoma y mira, y atareada, vuelve adentro a sus tareas. Es el rostro de mi querida madre confinada en su casa, que tararea una vieja copla y plancha su nostalgia blanca, mientras espera, impaciente, el fin de esta primavera ausente y extraña.
Fernando Bonete & Hilda García
Entrevista con Ricardo Franco, director de Nuevo Inicio. Esta editorial es un instrumento privilegiado para profundizar en lo que la Iglesia tiene que decir sobre las cuestiones más candentes.
De vez en cuando, levanto la vista y veo el gran desierto que se abre ante mis ojos. También yo, como vosotros, sufro este encerramiento para el que nadie estaba preparado.