Hay jinetes de luz en la hora oscura
Ricardo Franco | 15 de octubre de 2020
Somos nosotros esos hombres adultos e insatisfechos, intentando recordar el camino de vuelta al paraíso perdido de la niñez para, al final, terminar encerrados en una burbuja unipersonal e insonorizada.
Si recordáis un poco a nuestro hombre adulto, lo habíamos dejado ahí, condenado sin poder traspasar el umbral luminoso de un mundo que ya no existe y no volverá. Y yo no sé quién de vosotros no habrá sentido una punzada dolorosa en el pecho al advertir este trágico desenlace, tan acostumbrados como estamos al final feliz y la respuesta fácil. También puede ser que leyera pensando en el desastre de Occidente y sus consecuencias geopolíticas, y no se mirara a sí mismo y al transcurrir de sus días siempre iguales. Porque ese hombre adulto, esa criaturita, somos nosotros cuando al leer estas líneas no las sentimos como propias; como si esta tragedia de aguda insatisfacción y melancolía soterrada no fuera de nuestra incumbencia. Somos nosotros esos hombres adultos e insatisfechos; esos hombres muertos a media mañana, sobrecargados de café y fanfarronería. Somos nosotros mismos en nuestro escritorio o en nuestro coche, o en medio del pestilente olor del Metro, intentando recordar el camino de vuelta al paraíso perdido de la niñez para, al final, terminar encerrados en una burbuja unipersonal e insonorizada.
Somos nosotros mismos, cuando un día fuimos introducidos en la sombra fría de un mundo insignificante a nuestros ojos, y fuimos educados en la tiniebla de la materia intrascendente y la superficie de las cosas y las personas, mientras una dentellada aguda se nos clavaba en el alma y ahondaba -y ahondaba- hasta la agonía final, sin que nadie nos ayudara a comprender qué nos ha herido tan profundamente para dejar ese reguero de fatiga y desaliento al final de cada anhelo frustrado.
Somos nosotros los que sufrimos esta insoportable intermitencia de leves alegrías y largos periodos de indolente sopor en el que se diluyen las horas, las ilusiones y los amores; los que demoramos una pregunta a esa tristeza inconsolable que se amontona como polvo en el fondo seco de un corazón encerrado en sí mismo; los que aparentamos fortaleza y criterio en las adversidades hasta que estas llegan y nos tumban de un puñetazo; los que creemos controlar las circunstancias, aunque secretamente reconocemos ser la bestia de tiro que empuja la rueda del tiempo y nos desangra sin compasión.
Sí. Somos nosotros esa cosa extraña en la que sucede este cambio lento a peor, casi imperceptible, por el que nos deslizamos del todo a la nada, del calor al frío, del asombro a la tumba del hábito mecánico y la forma educada de rellenar conversaciones y horas muertas. Y así, vamos interpretando un papel de mínima autosuficiencia entre disgustos sociales y personales, e indecibles horas de hastío desesperado, pensando que la vida, en el fondo, es solo ese momento de éxtasis y aplausos que nunca llega del todo.
Somos nosotros los que sufrimos esta insoportable intermitencia de leves alegrías y largos periodos de indolente sopor en el que se diluyen las horas, las ilusiones y los amores
Por mi parte, yo también soy un adulto; un poco menos que antes quizás, pero un adulto, al fin y al cabo; educado como vosotros en esta ceguera y en esta ausencia de la vida que me impide quedarme quieto, para ir errante y errando de una cosa a otra, evitando, evadiendo, olvidando y sufriendo esta cerrazón a una realidad que me supera, que es más grande que mi estéril divagar, y me llama con gestos silenciosos a una belleza infinita.
A veces, reconozco esa belleza exuberante en el silencio de la noche, en el templo y en el sueño de mis hijas, que en sí mismas también son un templo; o en esa mirada fugaz de alguien que he conocido y me mira como un destello lunar entre las ramas de mi limonero, o en su dulce voz que resucita mi corazón muerto, y en su gesto imprevisto de ternura cuando menos lo espero. Pero otras veces, tantas veces, me pierdo y me distancio en una huida suicida de mí mismo y mis dolores, como un pececillo asustado que se esconde de la mano que lo alimenta, y vuelvo a las tareas con las que distraigo sin éxito esa insoportable ansia de amor que me carcome. Y acallo y censuro el dolor de un deseo de horizontes amplios y afecto sin fin, que no quiero ni mirar. Porque en el fondo, ser un viejo adulto es alguien que se niega a mirar, y se convierte en el prófugo histérico y ciego de una belleza grande, misteriosa, insondable, que se muestra iluminando el rostro de las personas y las calles de las ciudades. Y sobre todo, ser un viejo adulto es negarse a ser mirado por esa belleza, y negarse a decir su nombre. Negarse a ser querido por ella. Negarse a ser salvado y abrazado para llorar, para llorar por fin, de alegría y de pena en los brazos de esa belleza que me ama y me mira sin descanso.
De pararse alguna vez, el hombre adulto se vería sofocado por un silencio extraño, insípido, mudo, al percibir el inmediato fin de lo que ama, de todo en lo que cree y en lo que empeña sus fuerzas.
El director del Departamento de Educación y Humanidades de la Universidad Abat Oliba CEU afirma que «la pandemia puede ser una oportunidad para redescubrir algunos de los valores perennes que la vida cotidiana nos hace olvidar».