Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jaime García-Máiquez | 15 de enero de 2021
Esta fantástica nevada traerá consigo daños millonarios, sufrimientos indecibles, esperanzas definitivamente rotas y hasta pérdidas humanas. La realidad es que basta con que nos rocen para que nos desgarren.
Perpetraba escribir sobre otra cosa, pero «la gran nevada» me ha dejado en blanco. Hace dos días volábamos una cometa en la Costa Casta del Puerto de Stª María, y hoy en Madrid estamos racionando, literalmente, los alimentos que nos quedan en casa.
Dentro de una semana, los problemas que ha ocasionado la nevada (carreteras cortadas, árboles tronchados, retraso en las vacunas) serán apenas barro sucio en el suelo de nuestras calles, mientras que su recuerdo luminoso perdurará para siempre en nuestra memoria. Escribió Unamuno, en uno de esos versos suyos de áspero lirismo cejijunto:
Posa la nieve callada
blanca y leve;
la nevada no hace ruido;
cae como cae el olvido
Olvidaremos las incomodidades de hoy, pero no esta nevada inolvidable.
Aconsejaba el alcalde de Madrid, con esa mentecata eficacia colegial del PP, que nos quedáramos en casa, que no se nos ocurriera salir a la calle si no era «estrictamente imprescindible». Debería preocuparnos lo que preocupa a los políticos la libertad de los ciudadanos: al arresto domiciliario de la COVID siguió la imposibilidad de elegir colegio por orden de la Ley Celaá, a la eugenesia del aborto siguió la incitación al suicidio de la eutanasia, al no podernos reunir la familia en Navidad sigue ahora la recomendación de no salir a disfrutar de la nieve. Nuestra caterva política sí que es un temporal «filoménico» para enclaustrarse, donde los que profetizan soluciones son en realidad el problema.
En cuanto escuché al corregidor de la Villa de Madrid, llamé a mis hijos a gritos como en la guerra, para obligarlos a salir de casa con urgencia: aunque estuvieran las calles con un metro de nieve, aunque estuviera nevando, aunque no tuviéramos más que unas inocentes botitas de agua para proteger sus piececitos rosados, era «estrictamente imprescindible» -lo había dicho el alcalde- ir al supermercado a comprar alimentos. De las miles de veces que ha tenido uno que ir al supermercado en casi su medio siglo de vida, esta ha sido la más excitante y feliz de todas.
El hecho de que los madrileños hayan salido multitudinariamente a la calle a pasear, a tirarse bolas, a hacer fotografías o muñecos de nieve, y algunos locos a esquiar por cuestas empinadas o escaleras sepultas, demuestra que la sociedad está todavía viva, más allá de las recomendaciones cenizas de nadie.
La precipitación lenta y silenciosa de cristales de hielo que adoptan formas geométricas con características fractales de belleza exacta, de aspecto blanco y blando, con menos antecedentes penales que un recién nacido, es un hecho objetivamente mágico, maravilloso. Para un incrédulo sensible, serviría como Sexta Vía Tomista para demostrar la inequívoca existencia de un Dios Creador, artista delicado y genial, juguetón y soberbio, que ama este mundo apasionadamente.
Parece que los perros se dan cuenta de ello, y lo celebran a brincos, excitadísimos. También los niños, los padres de los niños… Y jóvenes y ancianos que sonríen ante la audacia desafiante de un paisaje urbano transfigurado en un desierto helado. Hablaba san Agustín de la nevada como símbolo de la gracia divina, pero al contemplarla caer «con ese aire de bailarina que baja», que así la describió Pemán en su Nieve en Cádiz (1935), parece que más que un símbolo abstracto es la misma gracia hecha luz que llueve, un nuevo bautismo.
Impresiona también que unos centímetros de nieve colapsen una de las cinco capitales más importantes de Europa, y a un tercio de nuestro país de un día para otro. Y no lo digo por que las cosas se hayan hecho mal, sino por que también paraliza comprobar la fragilidad del equilibrio en el que nos movemos, en contraste absoluto con la seguridad que pensamos poseer -merecer incluso- la sociedad ultramoderna.
Recuerdo aquel volcán en Islandia que en 2010 obligó a anular parte del trafico aéreo de Europa, o sin irnos tan lejos, cómo este virus fabricado en China (en sentido homenaje a los que a la pandemia de 1918 la llaman erróneamente «gripe española», a la COVID-19 la deberíamos llamar con justicia «virus chino») ha cambiado la manera que tenemos de entender la salud a nivel mundial, abriendo holocaustos insospechados. Javier Gomá lo decía en una entrevista el octubre pasado: «Junto a esa conciencia de la fragilidad individual, nos encontramos con que la especie humana es también frágil, vulnerable y en peligro de extinción. Ya no es inconcebible que sea arrasada por un virus todavía más violento que este».
El «virus chino» ha cambiado de momento la manera que tenemos de entender las relaciones personales, el rito religioso, el trabajo, la economía o, así lo piensan algunos, la idea tradicional de la guerra. Y mañana mismo podría ser peor por la aparición de una nueva cepa, por el hundimiento definitivo de la economía o un desplome tecnológico. Lo único seguro es su fragilidad.
Junto a esa conciencia de la fragilidad individual, nos encontramos con que la especie humana es también frágil, vulnerable y en peligro de extinciónJavier Gomá, filósofo y escritor
El contraste entre la globalización y el individualismo de una sociedad que más que ultramoderna habría que llamar «intramoderna», por lo que tiene de tecnológica e individualista, produce fricciones que no hay que ser un adivino para predecir que cada vez serán más frecuentes. Y como a los niños consentidos que somos, dolorosas.
Esta fantástica nevada traerá consigo pérdidas millonarias, sufrimientos indecibles, esperanzas definitivamente rotas, y hasta habrá acarreado pérdidas humanas. La realidad es que basta con que nos rocen para que nos desgarren. Todo pende de un hilo. Pero hay que reconocer que parte de la insólita belleza de la vida irradia precisamente de su fragilidad.
Los rituales van camino de desprenderse de su carácter sacro para acabar siendo reemplazados por una retahíla de conmemoraciones muy ostentosamente coloreadas de laicismo cívico.
Si durante dos siglos hemos asistido a transformaciones radicales en el plano político, social y económico, desde hace cincuenta años se ha producido el asalto definitivo a las bases antropológicas y morales del antiguo orden.