Hay jinetes de luz en la hora oscura
José María Contreras Espuny | 14 de enero de 2021
La primera calada de cualquier cigarro va directa al cuerpo y le desagrada. Sería pues el momento de tirarlo. Es la mente la que da la segunda, y con ello se separa del cuerpo, se eleva a costa de enfermarlo.
Como fumador, vivo, aunque sea por menos tiempo, sujeto a dos obligaciones: que no se me acabe el tabaco y dejar el tabaco. La primera, pese a tanto pedigüeño y fumador de lo ajeno, es fácil. Hay comercios dispuestos a cambiar esos papeluchos numerados que conocemos como billetes por otros alargados, elegantes, cerrados en torno a sí mismos y con tabaco en su interior. El trato me parece tan ventajoso que nunca puedo evitar salir a paso ligero del estanco con la eufórica sensación de haber timado al dueño.
La segunda obligación es más peliaguda, porque resulta casi imposible al tiempo que improrrogable. Tengo que dejar de fumar –lo dicen hasta los que no me conocen– y pronto, especialmente –en esto insisten mucho– con tres hijos a mi cargo. Por eso, entre los sutiles mensajes de las cajetillas, son varios los que apelan al amor de padre. Hay uno que me impresiona: «Siga vivo para sus seres queridos», dice con letras negras sobre fondo blanco. Son palabras dirigidas a un suicida, como si yo estuviera subido a la cornisa del último piso, de espaldas a mi desconsolada familia, tentado por el silencio.
Pero no me siento del todo aludido. El tabaco no funciona de ese modo, no mata en el momento, no fulmina. Puede dar náuseas –oh, cigarrito mañanero–, pero poco más. Fumo y sigo a mis cosas, aparentemente igual que el resto, no más condenado que el resto. Sin embargo, no hay forma de saber si, corrigiendo esta línea, he encendido el cigarrillo que me dará el empujón, ya veremos cuándo, en forma de enfisema o de cualquiera de la miríada de consecuencias que conlleva el obsceno acto de fumar. Sin duda hay que dejarlo. Además, eso me pondría en disposición de volver. Y qué dulce es volver. En una ocasión estuve un mes sin fumar y mereció la pena solo por aquel mareante, embriagador reencuentro. Qué tonto has sido. Lo sé, perdóname.
No obstante, llevo unos días replanteándome el vicio. Y no me refiero a la obligación de abandonarlo –ese peso me acompaña desde aquel remoto chasquido del mechero–, sino a la razón por la que fumo. Antes, cuando me preguntaban si quería dejar el tabaco, contestaba que no, que lo que yo quería era que el tabaco no fuera malo. Ahora, la lectura de Los cigarrillos son sublimes de Richard Klein me ha puesto en duda. Él afirma que no se fuma a pesar de que sea perjudicial, sino porque lo es. En otras palabras: si fuera saludable, la gente, qué digo la gente, yo, yo en mi envenenada y potencialmente cancerosa mismidad, no fumaría. Me quejo de que me mata, pero el hecho de que lo haga sería su principal atractivo.
«El carácter nocivo de los cigarrillos […] constituye la razón última de su inquietante y sombría belleza», escribe Klein y relaciona esa fascinación con el concepto kantiano de lo sublime. Así, fumar sería un placer, pero un placer negativo, oscuro. Y yo añadiría que no puede entenderse si no partimos de nuestra dualidad. Fumar es cartesiano.
La primera calada de cualquier cigarro va directa al cuerpo y le desagrada. Nota que es perjudicial sin necesidad de consultar estudio ninguno. Sería pues el momento de tirarlo. Pero la mente, la psique, el espíritu, en definitiva lo que de más alto hay en el hombre, opina de manera distinta. Es la mente, por tanto, la que da la segunda calada, y con ello se separa del cuerpo, lo sabotea, se eleva a costa de enfermarlo. Matándolo un poco, la mente juguetea con esa condición mortal. Y para verla mejor inhala de nuevo. Comprende entonces que está ante lo informe, ante lo inimaginable. Y encuentra una hermosura aterradora en verse así sobrepasada. Y esa comprensión lo serena y lo vuelve capaz de deleitarse al borde del abismo, de no rechazar, aunque tampoco entregarse a su atracción. El humo entra por la boca, baja por la garganta y caracolea en los pulmones, pero la que fuma es la razón.
Claro que todo lo dicho puede ser pura hinchazón filosofoide de una actividad estúpida cuya explicación radica en el carácter adictivo. Pero diría que no; no es solo adicción. Al imaginar mi vida sin tabaco, la presiento amputada, descafeinada, más ramplona sin duda, menos sublime. Me vería reducido a mi condición corporal; un cuerpo y basta, más sano y basta.
El trato para mí está claro: fumar mejora la vida al precio de acortarla. Es como el dilema de Aquiles; aunque con la diferencia de que en este caso no hay certezas, no hay profecía, solo porcentajes. ¿Qué consigo dejando el tabaco? Aumentar mis probabilidades de tener una vejez larga y con poca apariencia de vejez. Compraría papeletas para ser uno de esos viejos andariegos, admirables, un viejo saltarín.
Ahora bien, ¿qué pierdo dejando el tabaco? Mucho. Por ejemplo, mi relación con el mundo cambiaría a peor, porque solo lo veo mientras fumo; cuando no, se limita a sostenerme, a rodearme, a presentarme objetos que manipular. El mundo solo es inútil y hermoso cuando tengo un cigarro en la boca, solo entonces se está quieto. El tabaco te hace estar aquí o estar allí, siendo lo normal estar aquí y allí al mismo tiempo. Quizá el resto lo consiga sin necesidad de fumar, pero me extrañaría. Hasta que no lo deje y lo compruebe en mis desahumadas carnes, los no fumadores seguirán siendo para mí gente difusa, desenfocada.
El humo entra por la boca, baja por la garganta y caracolea en los pulmones, pero la que fuma es la razón
Tanto es así que temo volverme incapaz de pensar si lo dejo. Dice Klein: «El humo es la sustancia material que más se parece el pensamiento». Pero se queda corto. El humo es la condición del pensamiento, al menos en mi caso; el humo o comerme las uñas, y es que no sé pensar sin atentar contra la salud. El problema es que, incluso entregado al vicio, mis uñas parecen los restos de una aldea bombardeada, con lo que, al dejarlo, tendría pronto que pasar a comerme la yema de los dedos, luego los huesitos del interior… Un mes verdaderamente reflexivo tal vez me costara el antebrazo. Y cómo estar seguro de que acabaría alumbrando pensamientos que justificaran el autocanibalismo.
Y eso también puede aplicarse al tabaco, de ahí que el 1 de enero tomara la más manida de las decisiones. El 2, sin embargo, se me encasquilló este artículo y me pareció que engrasarlo bien merecía volver. Y volví, y con seguridad pasaré este año como el anterior: dilapidando mi salud para fumar, fumando para pensar, pensando para escribir. Doce meses y alrededor de 4.000 cigarros después, no habré escrito nada que valga mis pulmones o mi lengua. Y se me ocurre que, tal vez, con el tiempo, todo se haya dado la vuelta, y sea cual sea la razón por la que empecé a escribir, ahora solo lo haga para justificar el cigarro que me ha acompañado durante este último párrafo y este otro que voy a encender para corregirlo.
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