Hay jinetes de luz en la hora oscura
Carlos Marín-Blázquez | 11 de diciembre de 2020
El debilitamiento del ser, convertido en la forma de pensar obligatoria, ha configurado unas sociedades mayoritariamente infantilizadas y abocadas a un grado de dependencia creciente respecto al poder.
Venimos al mundo en la más extrema debilidad. Sin apenas vigor, incapaz de caminar y alimentarse por sí mismo, limitado su lenguaje a una rudimentaria emisión de balbuceos y llantos, el recién nacido habrá de emplear varios años en afianzar las destrezas que lo permitan distanciarse, de un modo paulatino, del regazo en el que hasta ese instante ha encontrado protección. A partir de entonces, la lógica más elemental impone la aplicación de un programa de fortalecimiento que haga del niño un ser apto para encarar las múltiples dificultades con que habrá de vérselas en el futuro. Llamamos a este proceso maduración y, en su versión más exitosa, compagina el enfrentamiento a las adversidades y penurias inherentes a la naturaleza intrínsecamente problemática de la vida con el logro de unas ciertas cotas de integración, autoconfianza y felicidad personales.
De manera análoga, también las sociedades se sobreponen a la inicial fragilidad de su condición mediante el procedimiento de incorporar a su núcleo primigenio aquellos elementos que ayuden a consolidarlo. De la calidad de tales elementos dependerá la expectativa de su duración. De ahí que una sociedad que haya tomado conciencia de la necesidad de afianzarse en mitad de las sacudidas –rara vez predecibles- que caracterizan el curso de la historia consagre lo mejor de sí misma al cultivo de un suelo nutricio sobre el que asentar sus pilares. Eludiendo la tentación del fanatismo, buscará aunar las conciencias en torno a la inmutabilidad de unas cuantas lealtades esenciales. Permitirá amplios márgenes para la innovación y la creatividad y, a la vez, será capaz de velar por la salvaguarda de un conjunto de referencias que infundan en sus miembros la certeza de saberse partícipes de una misma tradición. Alentará la crítica, pero, lejos de arrogarle un cometido disolvente, hará de ella el instrumento necesario con que aquilatar la pureza de los principios sobre los que se funda el hecho extraordinario y frágil de la convivencia. Contrarrestará la apatía y el vacío espiritual, a los que por pura inercia tienden las comunidades que han alcanzado determinadas cotas de prosperidad, mediante el enaltecimiento de causas que estimulen la capacidad de sacrificio, mitiguen el efecto disgregador de las rivalidades miméticas y unifiquen las voluntades en vistas a la preservación del bien común.
El retorno de los dioses fuertes
R. R. Reno
Homo Legens
19,50€
Una sociedad sana aprenderá a poner en valor el itinerario de dificultades que la ha conducido hasta un estado de armonía y estabilidad. En ello verá un síntoma de su propia madurez. Lo valorará, porque permanecerá despierta en ella la conciencia de que lo característico de la labor incesante del tiempo es la corrosión de aquello que más laboriosamente fragua. En consecuencia, establecerá con las generaciones que perseveraron en ese mismo esfuerzo un vínculo de devoción. Cultivará una memoria limpia de las adherencias del rencor y tributará el debido reconocimiento a las instituciones cuyo sentido se cifra en la custodia y transmisión de un legado que nos dignifica a todos. Por lo demás, evitará caer en la trampa del conformismo a la que podría empujarla un exceso de confianza en el alcance de sus logros, y por eso nunca dejará de mantenerse vigilante frente a la contumacia tóxica de los demagogos, frente al resentido oportunismo de los que aprovechan el más pequeño resquicio abierto tras el surgimiento de alguna adversidad para infiltrar en el cuerpo social el veneno debilitante de sus delirios ideológicos.
Justo lo contrario a lo descrito anteriormente es lo que hemos visto acontecer entre nosotros en el transcurso de las últimas décadas. Aunque la singularidad del caso de España resulte llamativa, lo cierto es que el fenómeno del debilitamiento que socava a Occidente ha adquirido, con unos u otros matices, las trazas de un patrón homogéneo. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Qué clase de pulsión autodestructiva se ha apoderado de los habitantes de este privilegiado lugar del planeta para que, en mitad de una atmósfera de celebración que tiñe nuestro ocaso de una tonalidad particularmente grotesca, hayan decidido desestimar buena parte del fruto de siglos de esplendor cultural, avances políticos y conquistas cívicas? La ineptitud y el sectarismo manifiestos de los agentes de la actual debacle no debe oscurecer el hecho de que cada decisión que ejecutan incide, con exactitud y eficacia contrastables, en el designio de desmantelar el orden de cosas que hemos heredado.
Si se desea encontrar una explicación a este suceso insólito, la lectura de un libro de reciente publicación, El retorno de los dioses fuertes (Homo Legens), de R.R. Reno, puede ayudar a esclarecer una parte significativa del misterio. Según Reno, después de la II Guerra Mundial las clases dirigentes llegaron a la conclusión de que la reconstrucción de Europa debía hacerse sobre la base de unos principios radicalmente distintos a los que habían regido hasta entonces. Al llamado imperio de los dioses fuertes (el amor a la patria, la religión, la familia…) debía suceder un giro hacia «la apertura y la levedad del ser». Se estableció así un consenso en torno a una serie de valores «débiles», coincidentes todos ellos en el cuestionamiento de una autoridad estable y en el descrédito de cualquier convicción que pudiera acabar apelando al resurgimiento de las viejas lealtades. En ellas se intuía, latente, un peligro de reaparición del dogmatismo totalitario que había desembocado en las dos hecatombres mundiales.
La lectura de Reno detalla de manera tan exhaustiva como brillante el recorrido intelectual que ha desembocado en la situación presente: Popper, Hayek, Friedman, Derrida, la Escuela de Frankfurt y Vattimo son algunos de los hitos que marcan el trayecto hasta el mundo de hoy. En algunos de los pensadores mencionados el propósito de renovación estuvo sin duda guiado por la cautela. No en vano, y tal como nos recuerda Reno, la transformación de los dioses fuertes en ídolos absolutos suele acabar en la exigencia de un tributo de sangre.
Queda la pregunta de si una sociedad en que la libertad se ve comprometida por una maquinaria que trabaja sin descanso en el debilitamiento de sus propios integrantes continúa siendo viable
Sin embargo, ya es el tiempo de evaluar también en qué estado queda un mundo desprovisto de anclajes sólidos. Y a grandes rasgos, la conclusión a la que podemos llegar es doble. Por una parte, esos dioses débiles que apelan a la tolerancia, la diversidad o el multiculturalismo se han transformado en un implacable instrumento de dominación. La dictadura de la corrección política ha anatemizado toda opinión que se atreva a disentir de sus postulados hegemónicos, asumiendo así la intransigencia y el espíritu inquisitorial que aseguraba venir a desterrar. Por otra parte, es evidente que este debilitamiento del ser, convertido en la forma de pensar obligatoria, ha configurado unas sociedades mayoritariamente infantilizadas y abocadas a un grado de dependencia creciente respecto al poder. De modo que nos vemos en la situación del niño al que no se le obliga a madurar. Privados de los antiguos objetos de nuestro amor, instalados en un griterío estéril y ensombrecido el horizonte por la sospecha de nuestra indefensión frente a civilizaciones que se hallan muy lejos de haber dado la espalda a sus dioses fuertes, queda la pregunta de si una sociedad en que la libertad se ve comprometida por una maquinaria que trabaja sin descanso en el debilitamiento de sus propios integrantes continúa siendo viable.
De hecho, tal vez sea esa la única pregunta que ya no nos podamos permitir el lujo de postergar.
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