Hay jinetes de luz en la hora oscura
José María Contreras Espuny | 09 de julio de 2020
Aunque no hayan tenido problemas legales, existen personas que no tienen la mejor opinión de aquellos que velan por el cumplimiento de las leyes. Una opinión que puede evolucionar de padres a hijos.
Salvo que algunos de sus miembros lo hayan sido con admirable disimulo, no ha habido en mi familia traficantes o mafiosos, ni siquiera alguien que haya tenido problemas con la ley dignos de mención. Tampoco puedo decir que allá en la adolescencia, cuando toscamente se esculpió el hombre que soy, mis encontronazos con ellos fueran más que los habituales en un pueblo: alguna fuga –a la carrera unas veces, en moto las más–, cierto temor a que me registraran los bolsillos y algunos versos escupidos no tanto contra sus uniformes, sino a favor de las convenciones del hip hop.
Ni siquiera mancillé las fachadas con mi firma de rapero, porque, aunque sonora –Drako–, la habría arruinado mi caligrafía, estancada desde los tiempos del Micho 2. Nada en definitiva. Cosas de la edad. Pues igual les tengo tirria. Incluso ahora que soy un marido devotérrimo, ciudadano ejemplar que se debate frente a los contenedores con un tetrabrik en la mano, obedece los semáforos y cuida de sus tres hijos como un irreprochable burgués, sigo sin poder ver a la Policía. Pasan y le digo a mi mujer: «Mira, ahí van los muy…».
Y como mis hijos aún los ven, como tantas otras cosas, a través de mis ojos, la imagen que tienen de ellos no es la más cívica. Tampoco ayuda que, junto con el coronavirus, en mi casa la Policía detente competencias que siempre correspondieron a los vikingos y al Coco: come y calla, que viene la Policía. ¿Quieres que te detenga la Policía? No, ¿verdad?, pues a dormir. Y así voy distorsionando a mis tres criaturas; así voy empañando su visión del mundo. Y si su materia prima les vino en parte de un puñado de mis genes por un procedimiento que sería arduo detallar, desde su nacimiento ando también moldeándolos con mis prejuicios, vicios y manías.
Permítanme al respecto un poner, es decir, un ejemplo ficticio, una hipótesis.
Imaginemos una familia en lo más duro del estado de alarma, cuando estaban prohibidos todos los movimientos salvo que fueras o vinieras del Mercadona –el tique convertido en salvoconducto: una época–. Imaginemos que esa familia, compuesta por el matrimonio y tres niños (uno de cuatro, otro de tres y la pequeña, que por entonces tendría dos meses cortos), cansada de las prórrogas prorrogables, decide mudarse a su segunda residencia: un viaje de apenas 10 kilómetros sin salir del término municipal; algo ilegal, de cualquier modo, que podía acarrear multas por encima del millar de euros. Por no hablar del peligro al que serían expuestos los pinos que rodeaban –aún lo hacen– la casa de campo.
Imaginemos ahora que el marido es partidario de romper la ley varias veces pero poco, llevando niños y bártulos con cuentagotas. La mujer, en cambio, asegura que más vale una vez rojo que ciento amarillo y tranquiliza a su cónyuge diciéndole que tampoco tienen que llevar tantas cosas, solo lo fundamental. Llegado el momento, lo fundamental equivale a prácticamente todo y el marido arranca a sudar cuando ve que, bulto a bulto, el coche alcanza proporciones marroquíes. Y él allí, ultimando el Arca de Noé en medio de la calle, sintiendo el aleteo de los visillos y el resplandor de alguna conciencia inmaculada que, ejemplar y ejemplarizante, andará tecleando en el móvil: Jefatura de…
Niños, imaginemos que dice la madre a sus hijos, tenéis que estar calladitos porque si no la Policía os mete en un orfanato. Chitón, insiste el padre. Todo está listo y con medio minuto de antelación arranca el coche lazarillo. Se comunican por manos libres. ¿Todo correcto? Sí, he cruzado la calle principal y nada. Aunque los niños no pueden calibrar los detalles de la situación, permanecen inmóviles en sus sillitas: la boca muy cerrada, los ojos muy abiertos. El peligro es la pequeña, que con dos meses puede arrancarse a llorar en el momento más inoportuno. Pero démosles un respiro imaginando que, por ahora, la niña duerme.
Cada esquina que doblan los hace sentir como el protagonista de una película de terror que, aunque es de noche, la casa está embrujada y la música de fondo no augura nada bueno, igual va abriendo puerta tras puerta hasta que ocurra lo inevitable. Porque aunque la familia lleve un coche lazarillo, en los 30 segundos de distancia puede infiltrarse una patrulla. Acabarían saliendo en las noticias locales para escándalo y regocijo de los concienciados, porque está claro que ellos no, que llevan mascarilla hasta en la ducha, pero los demás españoles son estúpidos y, a la vista está, no leen ni la mitad de titulares que ellos.
Pese a todo, imaginemos que la cosa va bien. Ya solo quedan un par de calles, cruzar la vía y tomar el camino de servicio. Pero entonces, la fatalidad. Está cerrado el paso a nivel, anuncian desde la vanguardia con injustificada calma. ¡¿Pero es que hay trenes?!, grita la familia al móvil; a lo que el móvil contesta que no, que estarán arreglando la vía o lo que sea. Imaginemos que el grito ha despertado a la niña. Aparca ahí mientras pensamos, propone la mujer.
Aunque la pequeña llora, y llora fuerte, el sonido de un motor que se acerca resulta inconfundible. El marido y la mujer clavan al unísono la mirada en el retrovisor y, sobre los coches aparcados, distinguen la maldita baca con las dichosas luces encima. ¡No me lo puedo creer!, dice la mujer. ¡La Policía!, dice el marido, y saca: ¡Te lo dije! ¿Cómo que me lo dijiste?, resta la mujer. Yo era partidario de hacerlo de otro modo, bola listada. Y el punto habría seguido de no ser porque alguien los mandó callar. Era el mayor. Se había escurrido en el asiento y, mientras con una mano bajaba la cabeza de su hermano para ocultarlo, con la otra tapaba la boca de la pequeña. Esconderse, que viene la Policía y es muy mala, dice el niño. Imaginemos que entonces el marido se hincha, olvida por un momento la guillotina sobre su cuello y, mirando al hijo con orgullo, piensa: mi obra.
Pues algo así.
Hace ahora siete meses que supimos que Matilde volvía a estar embarazada. Creí entonces que al tratarse del tercero sería un embarazo menos paranoico… Me equivoqué.
La explosión de la pandemia nos ha colocado a todos en una situación que no podíamos ni imaginar, lo que pone de manifiesto la necesidad de una reflexión seria y profunda acerca del valor de la vida.