Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Pego | 03 de mayo de 2020
Una película que aborda dos temas nucleares de la fe cristiana que provocan desconfianza y rechazo en nuestra sociedad: la conciencia de culpa y los milagros.
Al comenzar la Semana Santa, Ander Mayora me recomendaba una película con encendido laconismo: “No es Tarkovski, pero…”. Decidí mantenerme en una expectante ignorancia durante unos días, antes de que me conmocionara la escena inicial en la que, filmada con una cámara a momentos a ras de suelo, una voz en off repetía la oración del corazón: “Oh, Señor Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.
La cinta de Dmitri Sobolev (2006), titulada originalmente Ostrov (La isla), fue distribuida en España como Exorcismo, seguramente como parte de una táctica comercial para tratar de atraer a un público más amplio. Quienes hubieran asistido a una proyección esperando emociones espectaculares habrían salido muy decepcionados.
En la Unión Soviética de los años setenta, las andanzas del Padre Anatoly, carbonero y staretz, guardan más semejanza, pese a las apariencias, con las de Johannes, el protagonista de Ordet de Carl Dreyer, que con el vagabundaje de Andrei Rublev de Andrei Tarkovski.
La sencillez de los milagros de Anatoly ponen al descubierto los apegos desordenados del corazón humano
La película aborda dos temas nucleares de la fe cristiana. Enigmáticos o incomprensibles, suscitan a partes iguales en la sociedad poscristiana y en la exégesis liberal idéntico rechazo. En la desconfianza que provocan, más evemerista que en rigor racionalista, tal vez se puedan advertir los paradójicos residuos de un irreverente temor supersticioso. Me refiero a la conciencia de culpa y a los milagros.
Atenazado por el recuerdo lejano de su capitán, al que creyó verse obligado a asesinar durante la Segunda Guerra Mundial por una patrulla nazi en una remota isla del Mar Blanco, el humilde y excéntrico Anatoly no cesa de preguntarse por qué Dios lo ha elegido para guiar una comunidad de monjes que, a la vez, lo desprecia y lo respeta.
Dotado de carismas espirituales, como la presciencia, el discernimiento de almas o la curación, Anatoly evita el aborto de una adolescente, sana a un niño tullido y exorciza diversos tipos de demonios. Familiarizado con la naturaleza caída y redimida, su trabajo ha consistido siempre en mantener una caldera encendida desde la isla pobrísima donde habita.
Anatoly habla poco, casi oracularmente, limitándose a repetir pasajes bíblicos, letanías muy breves o haciéndose entender mediante alusiones y gestos ambiguos. La sencillez de sus milagros consiste no solo en que carezcan de cualquier aparato externo o en que casi se den por descontados, sino en que ponen al descubierto los apegos desordenados del corazón humano: el egoísmo de la mujer que no está dispuesta a vender su cerdo para intentar acudir, sin ninguna certeza, al lecho del marido moribundo en Francia; el egoísmo profesional de la madre del niño paralítico; la buena conciencia del superior del monasterio; la soledad desventurada de la hija del almirante soviético.
El milagro es el signo de un perdón integral, escatológico. A imitación de Jesús, que los enviaba a cumplir con los rituales establecidos, Anatoly se esfuerza en que los curados se confiesen y comulguen al día siguiente. Como Bartimeo, el ciego de nacimiento que corre recitando la oración de Jesús mientras le van mandando callar, Anatoly solo alcanza la paz de la Resurrección que abraza la muerte mediante la reconciliación con su capitán Tikhon.
Hace años me sorprendió que los alumnos creyentes de una asignatura que impartía opinasen que la escena final de Ordet era la proyección delirante de las fantasías de omnipotencia de Johannes y de la niña. Los no creyentes no tenían inconveniente en admitir su realidad, siempre y cuando se limitase a un plano ficticio. ¿Qué habrían opinado unos y otros de un cojo que anda y de una esquizofrénica que recupera la cordura sanados por un borderline?
Léon Bloy sentenció que “el milagro es simple como la sustancia”. “Todos los cristianos deberían poder hacer milagros”, añadió en otra entrada de sus Diarios. “Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite muchos enfermos y los curaban” (Mc. 6, 12-13). En una época en que se ha desvanecido el aroma de cualquier esencia, preferimos acogernos al expediente de las causas segundas o a hablar piadosamente de los auténticos milagros cotidianos e invisibles, que ciertamente resplandecen en la vida oscura y callada de quienes moran en sus lejanos, aunque no aislados, Mares Blancos.
Quien hiciera milagros, en penitencia por sus pecados, demostraría estar dispuesto a sufrir burlas, humillaciones, calumnias y persecuciones. “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo”. Sería también él un mártir. Su testimonio quedaría sepultado como un grano de mostaza bajo las acusaciones de farsantería y de trastorno. Al fin y al cabo, el cristianismo oficial ha acabado aceptando también que toda palabra salida de la boca de Dios estaría sometida a la interpretación de una manera simbólica de hablar. No habría entonces más poética que la empalagosa retórica del deseo frustrado que nos envuelve.
“Creo, pero ayuda mi falta de fe”. “Esta especie sólo puede salir con oración” (Mc. 6, 24.29).
José Jiménez Lozano esquivaba, con acierto, el halago tan peligroso de ver ensalzado en su obra un magisterio «privado» que, no obstante, a tantos nos consolaba.
Viviremos, en la intimidad doméstica, la Semana Santa de una manera sabática, en silencio y soledad “monástica”.