Hay jinetes de luz en la hora oscura
Manuel Sánchez Cánovas | 21 de mayo de 2020
Taiwán es un referente mundial en la lucha contra la COVID-19. Como ejemplo de democracia y derechos humanos, necesitaría desvincular urgentemente su imagen de la de China.
Taiwán es ese pequeño país que aspira al reconocimiento internacional -aunque la RP China continental entienda que solo es una provincia rebelde que le pertenece-, cuyo comportamiento, encomiable, lo hace referencia a nivel mundial en la lucha contra la COVID-19. Muchos de sus estudiantes en Europa vienen a las Universidades CEU San Pablo y CEU Cardenal Herrera.
En torno al 31 de diciembre de 2019, Taiwán alertó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la COVID-19 en Wuhan (China). Es decir, Taipei avisó bastante antes de las declaraciones del Gobierno chino y la OMS sobre la pandemia y sus efectos -en torno al 23 de enero de 2020, cuando la OMS ni siquiera la declaró de alcance urgente y global-, lo que apoya alegaciones de falta de transparencia e incompetencia en la gestión de la crisis.
No hubo noticias sobre las terribles características del virus durante días, retrasando la capacidad de respuesta en los países occidentales, cuyas economías han sido devastadas por la pandemia. Consecuentemente, en EE.UU. y la UE, en base a informes de la Inteligencia norteamericana, se alzan múltiples voces pidiendo compensaciones a la RP China: el mismo South China Morning Post, decano de la prensa de Hong Kong, sitúa la aparición del virus el 17 de noviembre de 2019.
Desde el mismo 31 de enero, Taiwán ya puso en marcha medidas, tempranísimas, una de las razones que explican su gran éxito en la contención de la pandemia, con solo 6 fallecimientos y 440 infectados, a 7 de mayo de 2020. Taiwán registra unas cifras envidiables, entre las mejores del mundo, no dejando en buen lugar la gestión del Gobierno británico, con 31.241 fallecidos; italiano, con 30.201; y español, con 222.857 infectados y 26.000 decesos.
Taipei, como este analista especializado, ya estaba a la defensiva desde la epidemia del SARS en China de 2003, cuando 37 personas murieron en Taiwán y cientos de miles fueron puestas en cuarentena, lo que lo llevó a reforzar su sistema antipandemias. Sin embargo, hay otros aspectos que explican este gran triunfo: los test y el control de las entradas al país por avión; el pronto bloqueo a la entrada de ciudadanos de Wuhan; su excelente sistema de salud, gratuito, y la cadena de suministros de máscaras y protección para la COVID-19, autóctona –su uso masivo, para empezar-. El mismo vicepresidente, Chen Chien-jen, es epidemiólogo de profesión, y su ascenso político responde a su trabajo contra el SARS.
Si bien es cierto que la proximidad económica, lingüística, étnica y cultural con la RP China facilitó tomar conciencia temprana de la COVID-19, a nadie se le habría ocurrido en Taiwán autorizar manifestaciones multitudinarias, como la del millón de personas que salieron a la calle el día 8 de marzo de 2020 en España, cuando la epidemia había alcanzado más de 3.000 muertos en China y 366 en Italia. Taiwán tiene mejores resultados que todos sus vecinos avanzados, en términos absolutos y relativos, per cápita: Australia, con 97 fallecimientos; Japón, 590; Corea, 256, y Singapur, 20. En suma, Taiwán comprende bien la cultura china y la obsesión del Partido Comunista por el secretismo: los grandes esfuerzos que hacen sus mandarines para no comprometer su futuro en el partido.
¿Dónde deja esta situación a Taiwán? Aunque la mayoría de los taiwaneses no se sientan chinos, gran parte del planeta los percibe como tales, en un momento de rechazo global, dada la percepción de incompetencia y el secretismo autoritario del Partido Comunista de la RP China en la gestión de la COVID-19. Taiwán necesitaría, pues, desvincular urgentemente su imagen como país de la de China. Y se lo merece: a diferencia de la RP China, Taiwán es ejemplo de democracia y derechos humanos, en Asia y en las zonas geográficas de la diáspora china -Taiwán, Singapur, Hong Kong, Malasia, Macao-; disfruta de unos niveles de vida y desarrollo social, político y cultural extraordinarios para la región –como Japón y Corea-. Su economía, avanzadísima, suscita envidias en la misma RP China, y su renta per cápita -50.500 dólares en 2017- está entre las más altas del planeta, muy por delante de la española.
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