Hay jinetes de luz en la hora oscura
Juan Pablo Colmenarejo | 09 de febrero de 2021
El miedo en esta tercera ola ha hecho un borrado. Como si no hubiera virus, se aprueban leyes decisivas marginando a una parte la sociedad a la que van dirigidas.
Aquella «gente muy obediente» de la canción de Jarcha –Libertad sin ira, el himno por excelencia de la Transición- no se ha ido. Sigue aquí, por cierto, como cualquiera de las mayorías silenciosas de las democracias liberales. Haciendo caso a lo que se le dice. No hay más que ver cómo empieza a predominar el uso de unas mascarillas sobre las otras. Paseo a pie de calle, salta a la vista. Los tapabocas se cambian en cuanto las autoridades sanitarias insinúan que las que antes no servían, aquellas regaladas por la Comunidad de Madrid entre críticas, ahora son las más útiles.
La sociedad se ha fiado de los expertos mucho más que los propios políticos, que se han escondido tras ellos para reducir su riesgo. La nueva generación de políticos en España vive al día. Los mensajes son de quita y pon. Van de un día para otro. El líquido se evapora. No hay nada sólido a lo que agarrarse. Desde que empezó esta pandemia, casi toda la sociedad ha sido «muy obediente», navegando entre un mar de dudas. Las homilías televisadas del presidente Sánchez han desaparecido al resultar increíbles. Cada palabra aumentaba la desconfianza.
El miedo en esta tercera ola ha hecho un borrado. Como si no hubiera virus, se aprueban leyes decisivas marginando a una parte la sociedad a la que van dirigidas. Se echan cuentas electorales que aparcan un confinamiento domiciliario hasta que se cierren las urnas en Cataluña. El poder, el Gobierno de España, deja al señor Simón de guardia como comentarista de los datos, corrector de preguntas periodísticas y repartidor de reproches a los consejeros de Sanidad. Cualquiera de sus pronósticos merecería una destitución. El señor Simón ha intimidado y mareado a sabiendas. La «gente muy obediente» ya no le cree. Su jefe Illa se ha ido a hacer las autonómicas y ahora ni siquiera depende de la nueva ministra. Moncloa decidirá, pero con criterios de venta de producto, si Simón debe seguir como rostro de Sánchez o no, cuando Illa tenga destino definitivo, tras las elecciones del 14F.
Mientras la mayoría silenciosa suspira por ver el final del túnel a la vuelta del próximo verano, hay quien no ha dejado pasar ni una sola oportunidad para conseguir una nueva normalidad política
La pandemia en España les ha dado poderes extraordinarios a los políticos de todos los colores, especialmente al presidente del Gobierno. Sin control del Congreso de los Diputados, se impide la libre circulación o se clausura una actividad económica con el daño correspondiente. Nos hemos dejado hacer tanto que parece que nuestro sistema no tiene controles. El miedo funciona. Su eficacia coercitiva ha quedado probada. Mientras hacemos lo que nos dicen para proteger nuestra vida, no se debería vaciar el Parlamento de las funciones propias de un sistema político avanzado y consolidado como el nuestro. Parece que no existe. Nos hemos dejado hacer tanto que el tamaño de las tragaderas empieza a ser inabarcable. Una vez hecho el agujero, da lo mismo si se cuela uno que 1.000 en la fila de las vacunas. A la inmunidad por la impunidad. Los sabotajes en el Hospital Enfermera Isabel Zendal constatan que hay enfermedades sin cura.
La ira de algunos enseña una España vieja y revanchista. Los reaccionarios no conocen límites cuando muestran su verdadera cara. Debería ser un escándalo nacional merecedor de alguna palabra de apoyo por parte del Gobierno de España en mitad de este drama. Pero ese hospital, y en menor medida uno similar en Sevilla, se ha convertido en el epicentro de una cacería política. Ni con centenares de personas ingresadas ha habido tregua. España ajusta sus cuentas en mitad de este desastre como en ningún otro país parecido al nuestro. No puede valer todo. Agota y desespera. El ruido se mezcla en ocasiones con la furia de quien desconecta un cable que conduce al control de las constantes de una vida. Mientras la mayoría silenciosa, la «gente muy obediente», suspira por ver el final del túnel a la vuelta del próximo verano, hay quien no ha dejado pasar ni una sola oportunidad para conseguir una nueva normalidad política, diferente al tiempo iniciado con los versos de la canción de Jarcha hace ya más de cuarenta años.
Hace un año, la COVID comenzó a campar a sus anchas por la geografía española. El Gobierno le quitó importancia y se centró en solucionar sus conflictos internos y promover el 8M. Hoy, con la pandemia viviendo su tercera ola de contagios, un nuevo enfrentamiento en el Ejecutivo vuelve a escena: la ley Trans.
Cualquier acontecimiento tanto natural como artificial se convierte en una monumental bronca. Da lo mismo una máquina quitanieves que una aguja para inocular la vacuna.