Hay jinetes de luz en la hora oscura
Manuel Sánchez Cánovas | 09 de enero de 2020
El discurso islamofascista introduce exageraciones en la interpretación de los tristísimos sucesos ocurridos con los musulmanes rohinyá de Myanmar, obviando las otras atrocidades consecuencia del avance del islam sunnita radical en el Sur y Sudeste Asiático.
Tuvo razón Aung San Suu Kyii (a partir de ahora, “la Dama”) en el Tribunal de La Haya para los rohinyá: el conflicto empezó con los 30 ataques terroristas coordinados de organizaciones islámicas extremistas pro rohinyás, terroristas con vínculos salafistas en Pakistán, en el estado birmano de Rakaín, contra puestos de policía.
La expulsión desmesurada de 700.000 rohinyás a la vecina y musulmana Bangladesh por el ejército birmano sería consecuencia del miedo a una radicalización islámica y a la llegada de terroristas extranjeros para apoyarla. Tanto más cuando en Rakaín ya existía un potente movimiento independentista radicalizado de la etnia rakhine, mayoritaria en este estado, de corte budista y antimusulmán (la AA), que ya se había rebelado contra el mismo Estado central birmano: Rakaín es una de las regiones más pobres de la tierra, en uno de los países más pobres del orbe, donde los recursos están contados para los mismos rakhine. En suma, lo último que se puede permitir Birmania son más problemas de los que ya tiene, y menos otra guerra civil.
Sin embargo, tenían razón las ONG al denunciar la quema de poblados rohinyá a manos del ejército birmano: varios miles de personas murieron en acciones, bastantes atroces, emprendidas por el mismo ejército de Myanmar, como reconoce veladamente la Dama. Con todo, lo que es absurdo es tachar a este conflicto, criticable por la expulsión masiva de ciudadanos musulmanes, de “genocidio”: una verdadera exageración. La Dama habría pasado en pocos años de ejemplo de político comprometido que, con enorme sufrimiento durante 15 años de arresto domiciliario, defendiera los derechos humanos del pueblo birmano, a “defensora de los genocidas del pueblo musulmán rohinyá (rohingya)”.
En este despropósito, absurdo, podría haber jugado un rol clave la distorsión inducida por los miles de islámicos, a través de redes de “periodistas héroe”, de pelaje incierto, y organizaciones de defensa de los derechos humanos, en Londres o Nueva York. Aquí hay muchos jóvenes de familias musulmanas de alto nivel, cuyos relatos coinciden con los extremos más indeseables del socialismo de salón anglosajón, por ejemplo, el programa de viajes de la BBC sobre Birmania de Simon Reeve. Estos prosélitos solo estarían defendiendo a su UMNA (comunidad global islámica), a la que pertenecen los rohinyá, siguiendo los más estrictos preceptos musulmanes, como pueda ser la Taqiyya: es decir, la mentira, autorizada por la religión islámica para proteger a la UMNA.
Si bien no mentiras per se, lo que sí puede haber son exageraciones intencionales de la importancia del conflicto rohinyá en el marco “multiconflictual” birmano. Y esto es así para proteger a la UMNA rohinyá en la búsqueda de una supuesta “Segunda Palestina”, un filón para miles de nuevos activistas musulmanes comprometidos con su ideología totalitaria. El complejo conflicto de los rohinyá es solo uno de los muchos conflictos multiétnicos en Birmania desde su fundación en 1948, es decir, un año después del asesinato de Aun San, padre de la Dama y, valga la redundancia, padre de la nación birmana (1947), a manos de los británicos. A día de hoy, entre los muchos, se pueden listar cuatro grandes conflictos de largo calado en Myanmar, aparte de los rohinyá: el del estado Kachin (mayoría cristiana frente a la minoría budista); el del estado Kayah, y el del estado Shan.
Se busca una “Segunda Palestina”, un filón para miles de nuevos activistas musulmanes comprometidos con su ideología totalitaria
Ya en la misma Constitución de 1948 no se reconocía a los musulmanes rohinyás, de lengua bangladesí y con origen en el Pakistán Oriental (hoy Bangladesh), como etnia birmana autóctona. Los rohinyás provienen de la vecina Bangladesh, su emigración a Birmania fue favorecida por el poder colonial británico en ambas regiones: pobres y marginados, con un idioma y cultura radicalmente distintos a la de los rakhine, nunca acabaron de integrarse o ser aceptados por sus anfitriones budistas en el estado de Rakín, donde hubo constantes conflictos interreligiosos desde los años 40. En suma, la intolerancia de los musulmanes para con el juego, la prostitución, la homosexualidad, los derechos de las mujeres (que pueden ser golpeadas por sus maridos en el islam) y el alcohol, tradicionalmente han sido foco de disputas de los musulmanes tanto con budistas como con hinduistas en el Sur de Asia, desde tiempos del mismo Auranzeg (el último gran emperador musulmán de la Dinastía Mogol). Esta situación se aúna a la progresiva radicalización de sectores budistas de la población, ante el espectro de Al Qaeda, el Estado Islámico y los excesos salafistas a escala planetaria.
Los rohinyá, herencia colonial, siempre fueron entendidos como extranjeros: lo más lógico habría sido asignar porciones del actual estado budista de Rakín para los musulmanes rohinyá, y habérselo atribuido a Bangladesh por proximidad religiosa, cultural e idiomática (la lengua rohinyá es de origen bangladesí). Aquí hay ecos de los errores estrepitosos de los británicos durante la partición “exprés” del Virreinato de la India, en 1948, entre territorios musulmanes (Pakistán y Bangladesh) e hindúes (India), que causó millones de muertos en conflictos entre musulmanes e hinduistas, en múltiples procesos de limpieza étnica realizados en meses, lo que desestructuró comunidades enteras en el espacio fluido y sin fronteras del Imperio británico.
No es extraño, pues, que aparte de los prejuicios de grupos ultras budistas (Myanmar) o hinduistas (India), que la convivencia con los musulmanes, no solo en Rakín, sea algo bastante difícil, ex ante y ex post los tristes sucesos mentados. Eso es así, aunque los militares hayan utilizado al budismo como religión de Estado (a imagen y semejanza de Tailandia), para favorecer la unidad nacional y el control social. Finalmente, los lobbies pro rohinyá se olvidan, convenientemente, del genocidio fundamentalista de Bangladesh en 1972, donde murieron 3 millones de personas a manos de radicales islámicos, y diez millones de hindúes fueron expulsados hacía la India, incluyendo una variedad de masacres contra los cristianos en territorio bangladesí (p.ej., la Masacre Malaudi de 1950). Esto por no hablar de los procesos de islamización forzosa en las vecinas Malasia e Indonesia (270 millones de personas), donde las libertades personales de los musulmanes se han reducido drásticamente al estilo saudí, aplicándose cada vez más las leyes islámicas más estrictas, extrañas y extranjeras para la población local, otrora tolerante. Este es un verdadero destrozo cultural y de derechos humanos en toda la ASEAN, así como todos aquellos conflictos de orden musulmán históricos persistentes: en la frontera de Tailandia (Patani), y los “moros” Sulu (Filipinas), desde tiempo inmemorial.
Aung San Suu Kyii solo estaría intentando mediar entre la corruptísima cúpula militar birmana y los diferentes grupos étnicos para mejorar la condición de los paupérrimos birmanos, con una perspectiva pragmática en pos de la unidad de un Estado fragmentario, frágil y en constante convulsión. No se puede tener todo: en aquel momento en el que la Dama se opusiera frontalmente a los militares, su rol moderador perdería totalmente su valor. Hacer a Aung San Suu Kyii responsable de las decisiones de los militares, eso simplemente es una vergüenza.
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