Hay jinetes de luz en la hora oscura
Aquilino Duque | 04 de julio de 2020
La «memoria histórica» ha ido imponiendo un estado de opinión según el cual llamamos «reconciliación» a la operación de abrir impunemente heridas que creíamos cicatrizadas.
Cuando los hachazos de la «memoria histórica», que no es otra cosa que la damnatio memoriae de siempre, caen sobre cualquier figura del «régimen anterior», no faltan familiares o amigos que tratan de rehabilitarlos con argumentos que, si algo inspiran, es vergüenza ajena. Entre estas humillaciones póstumas y el desdén de los que se burlan de ellas, se ha ido imponiendo un estado de opinión según el cual llamamos «reconciliación» a la operación de abrir impunemente heridas que creíamos cicatrizadas. Esa «reconciliación» no fue, como era de esperar, la de los dos primeros años del nuevo sistema o, si se quiere, como le escribí a un amigo exiliado, la del interregno «entre la autocracia que agoniza y la democracia que amenaza».
De esta frase se deduce que yo no me hacía demasiadas ilusiones, pero el triunfo en los primeros comicios de los que querían la reforma frente a los que propugnaban la ruptura me pareció de buen augurio. Sin embargo, los trabajos constituyentes no dejaban de ser inquietantes y el propio titular de la Institución que hizo posible la llamada «transición sin traumas» no se sentía cómodo entre un Ejército «golpista» y un socialismo «republicano». Es muy posible que esa incomodidad explique el protagonismo y la beligerancia concedidos a aquellos derrotados en la guerra a los que el general Gutiérrez Mellado dijo a bombo y platillo que no estaba dispuesto a entregar el fruto de la victoria.
El caso es que, de todos esos derrotados, serían los internacionalistas y los separatistas los que llegarían a ser las especies protegidas de la democracia en cuanto máximos beneficiarios de la «amnistía» por la que clamaban los partidarios de la «ruptura» sin distinción. El «régimen anterior» había agotado hacía tiempo su discurso y, a las arengas de los «nostálgicos», encabezados por Blas Piñar, a pesar de llenar calles y plazas de boinas rojas y camisas azules, hizo oídos de mercader toda la clase política que había hecho carrera con esas prendas, empezando por Manuel Fraga que, al referirse al anterior jefe del Estado, rebajó las hiperbólicas definiciones de otrora y las dejó en «hombre ilustre».
Que yo sepa, fue en 1969 cuando se declaró la prescripción de todos los delitos cometidos entre 1936 y 1939, es decir, durante la Guerra Civil en la que, como en todas las guerras, sean civiles o no, solo se castigan los de los vencidos, a los que, en más de un caso, se les imputa si hace falta alguno que otro de los vencedores, como ocurrió en Núremberg con la matanza de Katyn. La amnistía, pues, que se exigía clamorosamente en 1977, era para los «presuntos» (término entonces muy de moda) delitos cometidos en los últimos tiempos por los heroicos comandos de separatistas vascos y de comunistas, únicos «opositores activos» del Régimen anterior que tan buena prensa tenían en el extranjero y empezaban a tener en «el interior».
La legalización a cencerros tapados del Partido Comunista de España en la Semana Santa de 1977, aprovechando las vacaciones, permitió a Santiago Carrillo quitarse la peluca y aceptar la monarquía y la bandera nacional con todos sus símbolos e incorporarse a la vida pública de la mano de un Fraga que, no hacía tanto, les había dicho a los italianos que la ventaja del Estado español sobre la República italiana era que podía concentrar sus energías en las tareas de gobierno, en lugar de disiparlas en evitar que los comunistas llegasen al Poder.
Gentes muy finas de oído decían percibir ruidos de sables, pero la Nicolasa pudo ver la luz y emprender el vuelo al amparo de las alas del águila de san Juan. Lo que vino después se autodefinió como «Estado de derecho», pero cada vez estaba más claro que la idea de «ruptura» se imponía a la de «reforma» y bajo la piel de cordero de la «reconciliación» empezaba a sacar la patita y mostrar los colmillos la que alguien llamara, según sus estados de humor, la «España de Caín» o la «España de la rabia y de la idea», ahora conocida como «este país». La inquietud llegaría al punto de que sobrevino el primero de los tres golpes que revelarían que el régimen de la Transición tenía más de Estado de golpe que de Estado de derecho.
Ese golpe fue el del 23 de febrero de 1981 y sus consecuencias más visibles la eliminación del Ejército como «poder fáctico» que quedaba, ya que del otro «poder fáctico» (la Iglesia) se había ocupado el Vaticano II. Quedó así allanado el camino para que los socialistas renovados arrasaran en las elecciones y dejaran de constituir una amenaza para S. M., a quien, por otra parte, se consideraba «rey republicano» en algunos medios del exilio pertinaz. En cuanto a las otras especies protegidas, la comunista se benefició de un benévolo menosprecio y la separatista, en cambio, pudo sangrar a placer a la patria común en las Vascongadas y ordeñarla en Cataluña.
El «turno pacífico» que seguiría no logró acabar con la sangría, aunque lo intentara a medias y, en cuanto al ordeño, ni lo intentó siquiera, con lo fácil que habría sido oponer, a la consigna Espanya ens roba, esta otra: Catalunya ens munya, que sería ocioso traducir en la democracia de la inmersión lingüística. Así las cosas, llegamos a la ferroviaria hecatombe de marzo de 2004, golpe del que solo diré que al partido que, en heroico desafío del diluvio nocturno de la «jornada de reflexión», se echó a la calle al grito de «Los españoles no se merecen un Gobierno que les mienta», le faltó tiempo, apenas entronizado en la Moncloa, para premiar al máximo responsable de los servicios secretos del «mendaz» Gobierno saliente con el envidiable puesto que, para todo diplomático, siempre fue la Embajada ante la Santa Sede.
Los beneficiarios, por supuesto en las urnas, de este segundo golpe, cuyo director de orquesta, al pasar a mejor vida, pasaría a las hemerotecas con la calificación de «gran estadista», no perdieron un segundo en pisar el acelerador de la «ruptura» hasta que se pasaron de frenada y, por segunda vez, cederían el puesto al partido de la «derecha vergonzante» que, para asombro de muchos de sus votantes, no se molestó en deshacer ninguna de la atrocidades guerracivilistas perpetradas por el Gobierno saliente.
De esas atrocidades ninguna más siniestra que la de la «memoria histórica», asumida por activa y por pasiva, al deslizarse del brazo de la nueva Oposición por la rampa inclinada del progreso que llevaría al golpe en marcha iniciado en Barcelona, con el mismo resultado de siempre: con los socialistas en el Poder, aliados esta vez con los golpistas, y sin nadie que les hiciera frente, salvo el jefe del Estado en un primer momento y, en su estela, la demonizada «ultraderecha». Este pronunciamiento en solitario de Felipe VI hizo a muchos pensar en la intervención de su augusto progenitor en la madrugada aquella de febrero del 81, con la que salvó a la joven democracia y consolidó la flamante monarquía. La diferencia estaba en que esta otra podría haber salvado la patria.
El PSOE sumaba, así, esos tres golpes a los que precedieron a la Guerra Civil y se le dispararon por la culata. No puede, pues, negársele el progreso en lo referente a la técnica del golpe de Estado. La actual Oposición, la «derecha vergonzante» de siempre, sigue templando gaitas como la CEDA de 1934, cuyo resultado fue, como es sabido, el «llanto y el rechinar de dientes» de la Guerra Civil.
José Manuel Otero Novas, Ramón Tamames y Francisco Vázquez tienen la respuesta. Conversamos con tres protagonistas de los acuerdos que cambiaron el destino de nuestra nación.
Nuestro hombre en la CIA es un libro que habla de ciertos movimientos intelectuales en la España de los sesenta, con Pablo Martí Zaro como hilo conductor.