Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis Núñez Ladevéze | 03 de agosto de 2020
La Unión Europea ha superado las tendencias disgregadoras de las pretensiones nacionalistas y del populismo masoquista. Queda la voluntad de supervivencia de un conjunto que aspira a ser homogéneo.
La Unión Europea ha dado un paso decisivo para asegurar su presencia en el tablero de la globalización. Puede parecer retórico este modo de referirse al acuerdo alcanzado, pero tal vez no resulte exagerado si el comentario se inscribe en el contexto de cambios que se han venido produciendo en el mundo desde la Primera Guerra Mundial. Finalizada esa gran contienda del siglo pasado, se anunciaron los primeros síntomas de la pérdida de liderazgo europeo.
En aquellos años, un escritor brillante, que expresaba un pensamiento vigoroso por su capacidad previsora, se hizo una pregunta tras la caída del Imperio austrohúngaro. Interpretó esa quiebra como señal de la diseminación del predominio geopolítico europeo. Ya se hablaba del traspaso de la función de guía de Europa a Estados Unidos, lo que significaba que el cambio de manos del testigo quedaba, al fin y al cabo, en Occidente frente a Oriente. Pero Ortega y Gasset vio mucho más allá. Atisbó que el giro anunciaba otro más profundo y que no era solo Europa lo que estaba quedando fuera de la zona de influencia, sino la cultura occidental. Como recipiente de una singular progresión sin parangón posible, Europa había aportado al mundo dos grandes descubrimientos: la invención de la democracia y, más relevante, la autonomía doctrinal del nuevo tipo científico-técnico de conocimiento.
Al final de la primera parte de La rebelión de las masas, el libro que más fama le dio, el filósofo madrileño se preguntaba ¿quién manda en el mundo? Contestaba a esta pregunta anunciando que Europa ya no manda y sugería que, probablemente, pronto Occidente dejaría de mandar. Insistió en que el único modo de que Europa mantuviera, no ya su liderazgo, sino, al menos, su presencia en el escenario de una globalización, cuyos rasgos también anticipó mucho antes de que hiciera fortuna esa palabra, era que se constituyera como unión política consistente, lo cual implicaba que se consolidara previamente como unidad económica y fiscal.
Las motivaciones por las que Ortega y Gasset dudaba de que se pudiera lograr esa unidad procedían de que el exacerbado criticismo de muchos intelectuales europeos ponía en entredicho el vigor de las raíces culturales en que había de fundarse. El gran peligro para Europa nacía del desgarro que el masoquismo autocrítico de las élites pensadoras estaba causando en la conciencia popular, cuando prometían ideales irrealizables, mientras pasaban por alto los grandes logros aportados durante los dos milenios en que fue fraguando su cultura. Denunciaba principalmente la erosión que las ilusiones propagadas por la internacional socialista y el emergente nazismo causaban en los sustratos culturales que alteraban el ánimo de la opinión en la gente. A los estragos que estaba causando el proyecto de construir a través de la dictadura y la lucha de clases una democracia material y al populismo nazi lo denominó «rebelión de las masas» y predijo que sería la principal causa del declive europeo.
Términos como «imperialismo», «colonialismo», «eurocentrismo» impedían captar que Europa había aportado al mundo un instrumento de progreso que, por ser compatible con cualquier cuerpo de doctrina, también podría ser utilizado como ariete contra la cultura donde germinó. Si la ciencia experimental y sus aplicaciones técnicas son una invención europea, el eurocentrismo científico-técnico pasaba a globalizarse, para dejar de expresar la impronta europea y occidental. Lejos de servir de respaldo, aunque en su momento sirvieran también a ese fin, para una imposición europea, la ciencia y la técnica hace tiempo que pasaron a ser empleadas como medios de resistencia y rechazo en el conflicto de civilizaciones contra los rasgos más universalizados de la cultura abonada desde Grecia, Roma y el cristianismo.
El fracaso de la lucha de clases en la Unión Soviética y en China ha generado en el sentimiento occidental tendencias masoquistas que anidan fuertemente como consecuencia del resentimiento producido por la frustración de esos proyectos tan utopistas como dogmáticos. Los términos que animaron el criticismo belicoso han sido reemplazados ahora por la malintencionada ambigüedad de otros que profesan el «animalismo», el «feminismo» o el «transhumanismo». Que es posible vencer esa degradación lo muestra que se pueda cooperar, tras el acuerdo alcanzado, a preservar el medio ambiente sin hacer ideología del «ecologismo».
La Unión Europea ha conseguido, en estas duras sesiones de debate para la conciliación de intereses, superar las tendencias disgregadoras de las pretensiones nacionalistas y del populismo masoquista. Por encima de los puntos concretos del acuerdo, queda la voluntad de supervivencia de un conjunto que aspira a ser homogéneo. Lo importante es que la Unión Europea ha resistido el embate de la disgregación y ha comprendido, hoy por hoy, que sin unión ni homogeneidad no solo no hay función de guía ni mando, sino que se corre el riesgo de que ni siquiera haya presencia.
Lo que planteaba Ortega y Gasset no era que Europa mandase en el mundo, sino qué camino había de encauzar la cultura europea para seguir presente en un escenario mundial, cuyo rasgo de interdependencia global se anticipaba a anunciar con casi un siglo de adelanto. De aquí que propusiera una unión de las naciones basada en el reconocimiento de sus fundamentos jurídicos, culturales y religiosos.
Lo importante, a efectos de mantener la cohesión, estriba en que las tendencias masoquistas, que anidan como consecuencia del resentimiento producido por el desencanto de los promotores de la lucha de clases, no actúen dentro como factor de disgregación de las raíces que permiten esa comunidad cultural de convivencia. Europa solo será posible como un modo común de entender la unidad económica y fiscal que sirva de cimiento para una estabilidad política que nunca será firme si no media el reconocimiento interno de una vitalidad jurídica, cultural y religiosa compartida dentro de su diversidad.
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