Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis Miguel Pedrero | 31 de julio de 2020
El concurso Britain’s Got Talent ilustra como ningún otro programa la infalible eficiencia del show televisivo para cautivar al espectador a partir de la emoción y el espectáculo.
Había un hombre que tenía un sueño: Simon Cowell y su equipo admirarían cómo tocaba el piano en el escenario del teatro Palladium mientras millones de personas lo seguían por televisión
Jon Courtenay tiene 46 años y desde los cinco interpreta música al piano. Reside en Mosley, una localidad anexa a Mánchester, al norte de Inglaterra. Ha acudido al teatro Palladium de Londres junto a su esposa y sus dos hijos, el adolescente Nathan y el pequeño Alfie. Los rostros de ambos mezclan expectación y muchos nervios mientras su padre conversa antes de actuar con la actriz Amanda Holden, quien –junto a la cantante Alesha Dixon, el actor y escritor David Walliams y al productor Simon Cowell– integra el celebérrimo jurado del show televisivo más popular en el mundo: Britain’s Got Talent (BGT).
Gran Bretaña tiene talento es un programa de la cadena comercial ITV que desde junio de 2007 trata de descubrir cada temporada nuevas promesas de cualquier edad en la música, el baile, la comedia o la magia, entre otras tantas disciplinas artísticas. El ganador recibe 250.000 libras esterlinas (275.000 euros) y la posibilidad de actuar ante los miembros de la familia real británica en la prestigiosa Royal Variety Performance, una gala benéfica anual con muy escogidas actuaciones. El formato Got Talent, creado por el propio Simon Cowell y bajo el control de Freemantle –productora que también gestiona Pop Idol o The X Factor–, ha sido franquiciado en más de 50 países; en España se emitió en Cuatro durante 2008 y a partir de 2016 en Telecinco, donde acumula ya cinco temporadas.
Mientras suena su canción, David escribirá otro libro, Alesha le sonreirá, Amanda se mostrará amable y se verá cegado por la blanca dentadura de Simon… Pero nada estropeará su sueño, el mismo que tuvo Susan Boyle
Courtenay le ha puesto música y letra a su propia vivencia: tras un simpático arranque en el que bromea con los jueces y gana de inmediato la complicidad del público, se apoya en una rítmica y pegadiza melodía para contar su no siempre afortunada trayectoria como solista en bares y salas de variedades, a menudo lejos de casa y de su familia. Casi diez millones de espectadores lo contemplan la noche del sábado 18 de abril, aunque aquella actuación –como las del resto de participantes en la temporada 14 de BGT– se había grabado durante enero y febrero en abarrotados teatros de Londres y Mánchester, justo antes del confinamiento por la pandemia de la COVID-19.
ITV decidió programar las ocho rondas de audiciones en abril y mayo, aun sabiendo que, a su término, no podría organizar las habituales semifinales en directo, cuando el público decide con sus votaciones qué concursantes pasan a la gran final (en principio, tendrán lugar el próximo otoño, aún no se sabe si con público). El talent show lideró todos esos sábados las audiencias del Reino Unido, con casi diez millones de seguidores, superando las cuotas de la edición anterior y convirtiéndose en el segundo espacio más visto en aquel país tras And and Dec Saturday Night Takeaway, también en ITV, cuyas estrellas son precisamente los presentadores de Britain’s Got Talent.
Paul Potts ganó el primer año y dijo que fue una locura, en la segunda edición se impuso George Sampson con Cantando bajo la lluvia; el Chico sin voz venció en la edición 12 y, el año pasado, Colin Thackery. Este año… ¿por qué no yo?
Lo entona pausando la voz y también el tempo: en realidad –recita–, esa pregunta se la había formulado un día su hijo pequeño antes de acostarse: «Papá, ¿por qué no actúas allí y les muestras lo que haces?». Una cámara muestra en ese instante cómo Alfie se encoge en su asiento, reprimiendo una lágrima que también se asoma a las mejillas de Alesha y Amanda. La precisa realización y el impecable montaje de BGT, dos de sus reconocidos signos de identidad, alternan con deslumbrante acierto primeros planos de los presentadores y los jueces con otras tomas más amplias del escenario y del soberbio patio de butacas del Palladium.
Jon continúa cantando: habla de sí mismo en tercera persona, porque solo así se atreve a confesar cuánto le impone estar allí, en aquel insigne proscenio al que su padre, ya fallecido, quería que alguna vez se subiese. No han concluido aún los dos minutos de que dispone cada concursante, pero el jurado parece entregado: ríe, entorna los ojos y se acerca la mano al pecho conmovido por el relato, una canción autorreferencial que sintetiza la esencia del programa, del formato y del mayor de los tesoros que siguen atesorando las pantallas domésticas de siempre… y las de ahora.
Britain’s Got Talent evidencia, posiblemente mejor que ningún otro espacio televisivo, las infalibles cualidades de los grandes shows planificados y producidos con la máxima exigencia en los contenidos y en su tratamiento estético: curiosidad, sorpresa, humor, satisfacción, alegría… Y emoción, mucha emoción, especialmente cuando llega el turno de las valoraciones: ni Jon ni su hijo adolescente ni el inspirador Alfie olvidarán nunca lo que sucedió cuando intervino el jurado. Tampoco el espectador: nada supera el espectáculo de la TV cuando logra convertir un anhelado sueño en gozosa realidad.
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