Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 27 de junio de 2020
La derrota de Hernán Cortés en la Noche Triste fue el comienzo de la verdadera campaña militar que acabó con la caída de Tenochtitlan. Leyenda negra y revisionismo vuelven a ser protagonistas de la historia.
Hay que reconocer que las derrotas son más literarias. Quedan mejor en plano. La batalla de Otumba, en la que un puñado de españoles y sus aliados vencieron a un ejército azteca que, como mínimo, los superaba diez a uno, es infinitamente menos conocida que la Noche Triste. Del mismo modo que la batalla de Rocroi (1643) es bien reconocida, en comparación con grandes victorias imperiales como la de Gembloux (1578) o Nördlingen (1634), que suenan a lugares remotos del norte de Europa. Cuando algunas personas plantean por qué nadie se ha atrevido a llevar el Asedio de Cartagena de Indias al cine y, en cambio, sí se ha trasladado la derrota de los Últimos de Filipinas o las fallidas expediciones por el Amazonas, habría que tener en cuenta que las victorias suenan demasiado anodinas si no se saltean con algún tropiezo.
No obstante, que en España las derrotas militares gocen de tanta fascinación no solo está relacionado con una cuestión literaria o de intensidad narrativa, sino con cierto sentido masoquista de lo que algunos piensan que es ser español. Esa idea de que los españoles hemos cometido tantos errores y crímenes que, como mucho, podemos salvar la honra asumiendo el castigo con cierta dignidad. Al menos esa es la visión que ha sobrevivido en derrotas como la archiconocida Noche Triste, de la que en unos días se cumplen exactamente quinientos años.
El relato canónico de los hechos presenta a Hernán Cortés llorando al final de una jornada en la que sus hombres sufrieron los estragos de una huida precipitada de Tenochtitlan. En la narración clásica está impreso de principio a fin el fatalismo español, tan demandado desde finales del siglo XIX en todos nuestros hechos históricos y, por supuesto, una buena dosis de leyenda negra. La imagen de los codiciosos conquistadores perdiendo la vida por llevar el oro a cuestas es un clásico en todas las representaciones del episodio que significó un punto de inflexión para Cortés. Porque, paradójicamente, la Noche Triste fue el comienzo de la verdadera campaña militar del de Medellín y sus aliados indios contra la Triple Alianza.
El cronista Bernal Díaz dejó escrito que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían» sus tropas. Francisco López de Gómara, por su parte, escribió en su Historia general de las Indias que la tristeza lo alcanzó todo:
«Cortés a esto se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y que vivos quedaban, y pensar y decir el baque la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, más temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener cierta la guardia y amistad en Tlaxcala; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?».
No era para menos. Solo porque los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y ofreciendo los corazones de los presos a los dioses fue posible que Cortés saliera con vida de aquel atolladero y que, una semana después, diera fe de la superioridad de las tácticas europeas en la batalla de Otumba. La caída de Tenochtitlan fue cuestión de tiempo.
En su campaña de revisionismo, Andrés Manuel López Obrador suele calificar esa derrota, esa noche en la que murieron 600 españoles y cerca de 900 aliados indios de Cortés, como «una Noche Alegre». Aparte de que resulta aterrador que unas vidas valgan menos que otras, sorprende que a estas alturas se siga viendo a las tribus aliadas de los españoles como elementos foráneos, unos malvados colaboracionistas que abrieron el país a la conquista de México. Bajo el limitado prisma de López Obrador, descendiente de españoles que emigraron en el muy reciente siglo XX, parece que México simplemente es el Imperio azteca con otro nombre…
Nada más allá de la realidad. El Estado que hoy recibe el nombre de México no es el Imperio azteca, ni siquiera es Nueva España, un territorio que llegó a ser 23 veces más grande que el azteca, sino el brutal resultado del mestizaje cultural, racial y mental que se ha fraguado durante cinco siglos. Excluir la contribución española es negar gran parte de la identidad mexicana, del mismo modo que limitar la cultura precolombina al mundo azteca es hacerse trampas al solitario. López Obrador reclamó hace un año que el rey de España pidiera disculpas por la Conquista de México. ¿Y quién pedirá, a su vez, perdón a las tribus que la Triple Alianza empleaba para sacrificar a miles de personas cada año en sus ceremonias religiosas? ¿Son menos mexicanas esas tribus que decidieron, como los tlaxcaltecas, los totonacas o los habitantes de Texcoco, unirse a Cortés en su guerra contra los aztecas?
El propio Cortés, de cuya existencia apenas quedaron huellas en España, es más un producto mexicano que uno europeo. Nueva España también. Y Juan de Oñate. Y el Camino español. Y gran parte de las exploraciones y poblaciones en lo que hoy es el sur de Estados Unidos. La historia que comparte México con España es algo que deben aprender a valorar como propio de su carne y por lo que deberían luchar. Más de la mitad de los 33 sitios que hoy en día se consideran Patrimonio de la Humanidad en México pertenecen al periodo virreinal.
Si aceptan la amputación de gran parte de su memoria, México será siempre un pueblo débil, porque un pueblo sin cultura es más vulnerable a los populismos y a las influencias extranjeras. Muchos gringos en el norte están encantados con que López Obrador y compañía sigan viviendo de espaldas a la historia. Son ellos, sin duda, los grandes ganadores de la interminable batalla entre los hijos de Cortés y los de Moctezuma.
El presidente López Obrador atribuye el origen de la corrupción crónica de su país a la llegada de Hernán Cortés. Solo España es responsable de todos los males de México.
Alejandro Rodríguez de la Peña
Podemos encontrar principios legitimadores en la conquista militar de América.